Diploma en Sumisión Avanzada - Parte Final.

 


El aire en la oficina se espesó de inmediato cuando la esposa de Alberto cruzó el umbral, su perfume caro chocando con el olor a sexo y sudor que aún flotaba en el ambiente. Fátima permaneció inmóvil junto al escritorio, las mejillas encendidas, el corazón latiendo tan fuerte que temía que la mujer pudiera oírlo. El dolor en sus nalgas -aún ardientes por los reglazos- palpitaba con cada respiración acelerada, recordándole exactamente lo que acababa de ocurrir antes de que esa puerta se abriera. 


Alberto, en un despliegue magistral de cinismo, se enderezó la corbata y sonrió a su esposa con una naturalidad que dejó a Fátima atónita. 


—Cariño, qué sorpresa— dijo, besando a la mujer en la mejilla con una familiaridad que hacía que el estómago de Fátima se revolviera. 


—Pasaba por el centro y pensé en invitarte a almorzar— respondió la esposa, ajustando el bolso de diseñador sobre su hombro. Sus ojos se posaron en Fátima, curiosos pero no sospechosos. —Oh, ¿interrumpo algo? 


Fátima contuvo la respiración, sus dedos aferrándose al borde de su falda arrugada. 


—No, no, para nada— aseguró Alberto con una risa demasiado fácil. Se volvió hacia Fátima, gestando con la mano como presentándola. —Esta es Fátima Martínez. Será mi nueva secretaria personal. 


Las palabras resonaron en la habitación como un trueno. Fátima parpadeó, segura de haber escuchado mal. 


—¡Qué encantadora!— exclamó la esposa, acercándose para estrecharle la mano a Fátima con genuina cordialidad. —Aunque todavía cursa el último año, ¿verdad? 


—Sí, pero ya es mayor de edad— agregó Alberto rápidamente, su voz impregnada de una autoridad que no admitía discusión. 


—Eso se verá muy bien en tu currículum— continuó la mujer, sonriendo con una amabilidad que le partía el alma a Fátima. 


"¿Yo secretaria?", pensó, sintiendo cómo la humedad entre sus muslos se enfriaba repentinamente. "¿Me quiere aún más cerca? ¿Aquí, en la escuela, donde todos pueden vernos?". La idea era tan peligrosa como excitante. 


—G-gracias— logró balbucear Fátima, forzando una sonrisa que le quemaba los labios. 


El contraste entre la cálida recepción de la esposa y el conocimiento de lo que realmente ocurría era demasiado. Fátima sintió que necesitaba salir de allí antes de desmoronarse. 


—Me voy, los dejo solos— murmuró, deslizándose hacia la puerta con las piernas aún temblorosas. 


—¡Un placer conocerte!— le dijo la esposa, y esas palabras lastimaron más que todos los azotes combinados. 


El pasillo de la escuela pareció alargarse infinitamente mientras Fátima caminaba de regreso a su salón. Cada paso le recordaba las marcas ocultas bajo su ropa, cada mirada casual de un compañero le hacía preguntarse si podían ver la culpa escrita en su rostro. 


"Esa mujer no sospecha nada", pensó, mordiendo el interior de su mejilla hasta sentir el sabor metálico de la sangre. "Cree que soy sólo una estudiante, una secretaria... no la puta de su marido". La culpa se enroscó en su estómago como una serpiente, pero junto a ella, inexplicablemente, latía esa misma excitación prohibida que siempre la traicionaba cuando se trataba de Alberto. 


El timbre de salida sonó justo cuando llegaba a su aula, un sonido agudo que normalmente la habría aliviado. Pero antes de que pudiera reunir sus cosas, su teléfono vibró. 


"Espérame en tu salón. No te vayas." 


El mensaje era una orden, no una petición. Fátima miró alrededor, como si alguien pudiera haber leído las palabras sobre su hombro. Sus compañeros salían riendo, empujándose unos a otros, ajenos al drama que se desarrollaba dentro de ella. 


Se dejó caer en su asiento, sintiendo cómo el plástico duro presionaba sus nalgas adoloridas. No sabía qué quería Alberto ahora, pero una parte de ella -esa parte que siempre respondía a sus órdenes- ya estaba esperando, ya estaba mojándose de nuevo. 


El salón se vació lentamente, dejándola sola con sus pensamientos y la promesa de lo que vendría. Fuera, el ruido de los estudiantes disminuyó hasta convertirse en un murmullo lejano. Dentro, el silencio era tan denso que podía oír el tictac del reloj de pared, contando los segundos hasta que él apareciera. 


Fátima cerró los ojos, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que esta farsa se derrumbara, antes de que alguien más descubriera la verdad. Pero otra voz, más pequeña pero más insistente, se preguntaba algo muy diferente: 


"¿Cuánto tiempo pasará antes de que me toque de nuevo?" 


El crujido de la puerta del salón al abrirse hizo que Fátima se estremeciera. Alberto entró con la seguridad de un hombre que sabía que cada centímetro de ese espacio le pertenecía, incluyendo a la joven que esperaba temblorosa en uno de los pupitres. Sus pasos resonaron en el aula vacía, eco de una autoridad que iba más allá de lo académico. 


—Desnúdate— ordenó, sin preámbulos, mientras cerraba la puerta con un golpe seco que sellaba el destino de Fátima en ese momento. 


Ella parpadeó, sorprendida por la crudeza de la orden, pero sus manos ya comenzaban a moverse antes de que su mente terminara de procesar las palabras. "¿Por qué obedezco tan rápido?", se preguntó, incluso mientras sus dedos temblorosos desabrochaban el primer botón de su blusa. 


La tela blanca se deslizó por sus hombros como una cascada de seda, cayendo al suelo con un susurro que parecía demasiado íntimo para ese lugar. El aire frío del salón rozó sus pechos, haciendo que sus pezones se endurecieran instantáneamente. Sus manos descendieron luego a la falda, deslizando el cierre lateral con una lentitud que no era deliberada, sino producto del nerviosismo que la embargaba. La prenda azul se desvaneció alrededor de sus caderas, revelando la ausencia de ropa interior -una omisión que Alberto notó de inmediato, sus labios curvándose en una sonrisa lasciva. 


—Bien hecho— murmuró, mientras sus ojos recorrieran cada centímetro de piel expuesta. 


—Ahora— continuó, señalando el pizarrón con un gesto de la cabeza—, escribe "Soy una puta obediente" cien veces. 


Fátima sintió que el suelo se movía bajo sus pies. El pizarrón estaba al frente, visible desde cualquier punto del salón si alguien decidiera asomarse. "Esto es demasiado", pensó, pero sus piernas ya la llevaban hacia adelante, desnuda excepto por sus medias, sintiendo el polvo del piso bajo sus pies descalzos. 


La primera línea fue la más difícil. Su mano temblaba tanto que las letras salieron torcidas, casi infantiles. "Soy una puta obediente". Cada trazo del marcador era un latigazo a su dignidad, pero también, inexplicablemente, un hilo más que la ataba a esa excitación prohibida. 


Para la vigésima línea, sus caderas comenzaron a mecerse levemente, inconscientemente. Para la quincuagésima, notó la humedad entre sus muslos, ese traidor recordatorio de cuánto le afectaba esta degradación. 


—Más claro— ordenó Alberto desde atrás—. Quiero que se lea desde el pasillo. 


Fátima apretó los dientes y continuó, cada palabra resonando en su cabeza como un mantra perverso. "Soy una puta obediente". "Soy una puta obediente". El sonido del marcador contra la superficie verde era el único ruido en el salón, acompañado por su respiración cada vez más entrecortada. 


Cuando terminó la centésima línea, sus brazos caían pesados a los costados. No tuvo tiempo de recuperarse antes de que Alberto estuviera detrás de ella, su aliento caliente en la nuca. 


—Desde hoy— susurró, mientras una mano pesada se posaba en su hombro—, me llamarás Señor director. 


La primera nalgada llegó sin previo aviso, un golpe seco que hizo que Fátima saltara hacia adelante, sus pechos rebotando con el movimiento. 


—Desde hoy— continuó, agarrándola de la cintura para colocarla en posición—, no debes pensar. Solo obedecer. 


La segunda nalgada fue más fuerte, dejando una marca roja que brillaba bajo las luces fluorescentes del salón. Fátima gimió, pero no protestó. 


—Desde hoy— concluyó, pasando una mano posesiva por sus nalgas enrojecidas antes de dar el golpe final—, no eres una persona. Eres mi juguete. 


La tercera nalgada resonó como un disparo. Fátima sintió las lágrimas antes de darse cuenta de que estaban ahí, calientes y saladas en sus mejillas. 


—¿Entiendes? — preguntó Alberto, sus dedos enredándose en su cabello para jalar su cabeza hacia atrás. 


—Sí, Señor director— respondió Fátima, su voz quebrada pero clara. 


En ese momento, algo dentro de ella se rompió, o quizás se liberó. La última resistencia, el último vestigio de la Fátima que hubiera protestado por este trato, se esfumó. Y en su lugar, sólo quedó una aceptación profunda, casi religiosa, de su nuevo papel. 


Las lágrimas seguían cayendo, pero ya no eran de vergüenza o dolor. Eran de entrega. Alberto podía verlo en sus ojos, en la manera en que su cuerpo se relajaba contra el suyo, en cómo sus piernas se separaban levemente, invitándolo a tomar lo que quisiera. 


—Buena chica— murmuró, pasando un dedo por su mejilla húmeda antes de llevárselo a la boca. 


El pizarrón aún conservaba las cien confesiones escritas con mano temblorosa cuando Alberto empujó a Fátima contra su superficie fría. El contraste entre la tiza y su piel enrojecida era obscenamente perfecto. Esta vez no hubo azotes brutales ni órdenes rasgadas - sólo el roce de sus cuerpos que se reconocían en este baile perverso. 


—Mírate— susurró Alberto mientras posicionaba su miembro entre sus muslos temblorosos —Toda una puta educada escribiendo sus pecados para que Dios los vea. 


Fátima gimió cuando la penetró con una lentitud exquisita, tan diferente a su usual brutalidad. Cada centímetro que entraba era una ceremonia, un ritual de posesión que la hacía derretirse. Sus manos se aferraron al borde del pizarrón, emborronando algunas de las palabras "Soy una puta obediente" con sus dedos sudorosos. 


—Señor director...— jadeó, arqueando la espalda para recibirlo mejor. 


Alberto la tomó de las caderas con un agarre que dejaría moretes, pero su movimiento era casi tierno. Cada embestida calculada para rozar ese punto interno que la volvía loca. El sonido húmedo de sus cuerpos unidos se mezclaba con el crujir del marcador que rodaba por el suelo. 


—¿Quién te hace sentir así, perrita? — preguntó mientras un dedo trazaba su columna vertebral. 


—¡Usted, sólo usted! — gritó Fátima, sus pechos aplastándose contra las ecuaciones algebraicas escritas en el pizarrón. 


El director sonrió, satisfecho, y aceleró el ritmo. Ya no era el profesor corrigiendo a su alumna, sino el amo disfrutando de su posesión más preciada. Una mano se enredó en su cabello castaño, jalando con justeza entre el dolor y el placer. 


—Repítelo— ordenó, clavándose hasta el fondo. 


—¡Soy su puta obediente! — aulló Fátima, sintiendo cómo el orgasmo la arrasaba como un incendio forestal. 


Alberto no tardó en seguirla, llenándola con un gruñido gutural que parecía salir de lo más primitivo de su ser. Permanecieron unidos por largos segundos, jadeando contra el pizarrón manchado. 


Epílogo: La Doble Vida 


Ese año escolar se convirtió en un juego peligroso. Fátima, la estudiante ejemplar que todos admiraban, y Fátima, la puta personal del director que se arrodillaba en su oficina cada tarde. Nadie sospechaba por qué siempre usaba faldas, ni por qué cojeaba levemente los días que Alberto había estado particularmente "riguroso" con su entrenamiento. 


Las notas de Fátima mejoraron inexplicablemente. Los profesores comentaban entre sí sobre su dedicación, sin saber que pasaba las tardes estudiando desnuda a los pies del director, recibiendo lecciones particulares que iban más allá del currículo académico. 


El día de su graduación, cuando recibió el diploma con honores, sólo Alberto notó cómo se ruborizó al estrechar su mano frente a todos. La esposa del director aplaudía orgullosa, ignorante del regalo especial que Fátima llevaba bajo el vestido - un tatuaje reciente en la nalga derecha que rezaba "Propiedad de Alberto Camacho" en elegante cursiva. 


La beca universitaria fue sorpresa para todos. "¡La mejor universidad del país!", exclamaban los profesores. Sólo Fátima sabía el verdadero precio de esa matrícula pagada. Las noches de "tutorías especiales" que continuaron incluso durante sus vacaciones universitarias. 


En la universidad, se convirtió en la alumna modelo, la joven brillante que todos admiraban. Sus compañeras suspiraban por los chicos de su edad, mientras ella contaba los días para las visitas "académicas" de cierto director retirado que aún mantenía conexiones en la facultad. 


El último día de clases universitarias, recibió un paquete especial: un collar de plata con una placa que coincidía exactamente con el tatuaje que llevaba años ocultando. La nota decía simplemente: "Siempre mi puta obediente - A.C." 


Y así fue. Porque algunas lecciones, especialmente las enseñadas con regla en mano y pasión en el cuerpo, nunca se olvidan.


FIN. 

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