El sol de la mañana se filtraba entre las cortinas de la habitación de Eva, dibujando líneas doradas sobre su cuerpo desnudo que yacía enredado entre las sábanas. Sus párpados pesados se abrieron lentamente, como si su mente se resistiera a abandonar el limbo del sueño y enfrentar la realidad de lo ocurrido la noche anterior. Al primer movimiento, un dolor sordo recorrió sus músculos, recordándole cada toque, cada orden, cada humillación que había aceptado. Las marcas en sus muñecas seguían visibles, líneas rojas que parecían tatuajes de vergüenza, y al sentarse, el roce de las sábanas contra sus nalgas marcadas por la fusta le arrancó un suspiro entrecortado.
Se miró en el espejo del armario, estudiando su reflejo con una mezcla de fascinación y repulsión. Su piel, normalmente pálida e inmaculada, estaba salpicada de moretones y rojeces que contaban una historia que nadie más debía leer. Con dedos temblorosos, tocó las marcas en su cuello, donde los labios de Pablo habían dejado su huella, y un escalofrío recorrió su espina dorsal.
—¿Qué hiciste? —murmuró para sí misma, pero la respuesta era clara en el espejo: se había entregado, había obedecido, había disfrutado.
Vestirse fue un acto casi ritualístico. Eligió ropa holgada, como si quisiera esconder no solo las marcas físicas, sino también las emocionales: un suéter de algodón beige, lo suficientemente grande como para caer sobre sus hombros y ocultar las posibles huellas en su espalda, y unos jeans holgados que no rozaran sus nalgas adoloridas. Ni siquiera se molestó en ponerse ropa interior, como si al hacerlo estuviera aceptando que lo ocurrido había sido real.
Al salir de su habitación, el aroma a café recién hecho y pan tostado llenó sus fosas nasales, pero en lugar de reconfortarla, le revolvió el estómago. Su madre, Marta, estaba en la cocina, moviéndose con la eficiencia de quien está acostumbrada a los turnos largos en el hospital.
—Hola, amor —dijo Marta, volviéndose para sonreírle mientras untaba mantequilla en una tostada—. Dormiste bien.
Eva sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Los ojos de su madre, tan parecidos a los de Pablo pero llenos de un amor incondicional, la atravesaron como un cuchillo.
—Sí… sí, bien —mintió, desviando la mirada hacia la mesa, donde un plato con fruta cortada esperaba por ella.
Se sentó con movimientos lentos, como si cada músculo protestara, y tomó un trozo de sandía con los dedos, jugueteando con él en lugar de comerlo.
—Te ves cansada —comentó Marta, sirviéndole una taza de café—. ¿Estás durmiendo bien con lo de la universidad?
Eva asintió, evitando el contacto visual.
—Son los exámenes… estoy un poco estresada —improvisó, llevando la taza a sus labios, pero el sabor amargo del café le recordó a otra cosa, a otro sabor, y tuvo que ponerla de vuelta en la mesa antes de que sus manos traicioneras la tiraran.
Marta, siempre observadora, frunció el ceño pero no insistió. En cambio, comenzó a hablar de su turno en el hospital, de un paciente que había llegado con una herida absurda, de lo mucho que extrañaba tener tiempo para ellas. Eva asentía mecánicamente, pero su mente estaba en otra parte, en las manos de Pablo, en su voz, en la forma en que la había hecho sentir más viva que nunca, incluso cuando la reducía a nada.
—¿Cómo voy a disfrutar de la verga de mi tío? —pensó, clavando las uñas en sus muslos bajo la mesa—. Tan puta soy.
La conversación continuó, superficial, inocente, pero cada palabra de su madre era un recordatorio de su traición. Marta le preguntó por sus clases, por sus amigos, por si había conocido a alguien especial. Eva respondió con monosílabos, con sonrisas forzadas, con mentiras que se acumulaban en su garganta como una bola de náuseas.
—Mami no se tiene que enterar —se repetía una y otra vez, como un mantra—. Nunca.
Y entonces, como si el universo decidiera poner a prueba su resistencia, la puerta de la casa se abrió.
—¿Hola? —la voz de Pablo resonó en el pasillo, demasiado familiar, demasiado cercana.
Eva se tensó, derramando café sobre el mantel.
—¡Pablo! —exclamó Marta, sonriendo—. ¿Qué sorpresa.
Pablo apareció en la cocina, vestido con jeans y una camisa negra que hacían que sus ojos claros destacaran aún más. Llevaba una bolsa de pan en una mano y una sonrisa que solo Eva podía reconocer como peligrosa.
—Pasaba por aquí y pensé en traer desayuno —dijo, dejando la bolsa sobre la mesa y posando sus ojos en Eva—. Hola, sobrinita.
Eva sintió que el aire escapaba de sus pulmones.
—Hola, tío —logró decir, pero su voz sonó como un eco lejano.
Pablo se acercó, pasando una mano por su hombro en un gesto que para Marta sería cariñoso, pero que a Eva le quemó la piel a través de la tela.
—¿Lista para ir de paseo, sobrinita? —preguntó, y aunque sus palabras eran inocentes, su tono no dejaba lugar a dudas: no era una pregunta, era una orden.
Eva lo miró, buscando en sus ojos alguna señal de piedad, pero solo encontró diversión. Sabía lo que estaba haciendo, sabía el poder que tenía sobre ella.
Marta, ajena al juego, sonrió.
—¡Qué buena idea! —dijo—. Eva ha estado estudiando mucho, necesita aire.
Eva quería gritar, quería negarse, quería confesarlo todo. Pero en lugar de eso, forzó una sonrisa y asintió.
—Claro —dijo, y su voz no tembló, pero por dentro, cada palabra era un grito silencioso.
Pablo sonrió, satisfecho, y esa sonrisa le recordó a Eva que la noche anterior no había sido el final, sino solo el comienzo.
El tenedor de Eva temblaba levemente entre sus dedos mientras intentaba llevarse un trozo de fruta a la boca, pero cada bocado le sabía a ceniza. La presencia de Pablo en la mesa, charlando animadamente con su madre como si no hubiera pasado nada anoche, le revolvía el estómago. Él reía, contaba alguna anécdota trivial del trabajo, y Marta sonreía, completamente ajena a la tensión que envolvía a su hija.
El celular de Eva vibró sobre la mesa, haciendo que su corazón se acelerara de golpe. Con movimientos cautelosos, lo tomó y deslizó el dedo para desbloquearlo. Un mensaje de Pablo, enviado minutos antes de entrar a la casa, apareció en la pantalla:
"Putita, te vestirás como yo te digo. Falda negra de cuero ajustada, tan corta que apenas te cubra. Esa blusa roja de encaje que deja ver tu sostén - no uses uno. Medias de red negras y los tacones altos que te compró tu ex. Quiero ver todas las marcas que te dejé anoche al descubierto. Y no te hagas la tonta: si no obedeces, le cuento a tu madre cómo gimiste por mi verga."
Eva tragó saliva, sintiendo cómo un escalofrío de terror y excitación le recorría la espalda.
—¿Todo bien, cariño? —preguntó Marta, inclinándose un poco hacia ella.
—Sí, sí… solo un mensaje de la universidad —mintió Eva, levantándose de la mesa con torpeza—. Voy al baño un segundo.
Una vez en su habitación, cerró la puerta con llave y se apoyó contra ella, respirando hondo. Sus manos temblaban mientras abría el armario y buscaba las prendas que Pablo había exigido. La falda de cuero, comprada en un arrebato de rebeldía adolescente y jamás usada, brillaba bajo la luz de su cuarto. La blusa roja, fina como papel, dejaría ver sin duda los moretones en sus costillas, las marcas de mordiscos en sus hombros.
"Esto es una locura…" pensó, pero ya se estaba quitando el suéter holgado, ya se estaba desabrochando los jeans.
El reflejo en el espejo la dejó sin aliento. Las medias de red se enredaban en las marcas de la fusta en sus muslos, la blusa transparente dejaba ver los pezones erectos, la falda apenas cubría lo esencial. Se tocó el cuello, donde las marcas moradas de los labios de Pablo eran más evidentes, y supo que no había vuelta atrás.
Cuando regresó a la cocina, el silencio fue instantáneo. Marta dejó caer la taza que sostenía, el café derramándose sobre la mesa.
—¡Eva! ¿Qué demonios llevas puesto? —exclamó, levantándose de un salto.
Pablo, en cambio, no dijo nada. Solo sonrió, lento, satisfecho, como un gato que acabara de atrapar a su presa.
—N-nada, mami… solo… quería probarme algo diferente —farfulló Eva, sintiendo cómo las mejillas le ardían.
—¡Diferente? ¡Pareces una… una…! —Marta no terminó la frase, demasiado shockeada.
—Una puta —susurró Pablo, tan bajo que solo Eva lo escuchó.
Ella apretó los puños, pero asintió.
—Vamos, tío —dijo, y su voz no tembló, aunque por dentro, cada sílaba era un grito ahogado.
El viaje en el auto de Pablo fue un silencio opresivo. Él no le hablaba, concentrado en la carretera, ocasionalmente pasando una mano por su muslo desnudo bajo la falda, como recordándole su sumisión. Eva miraba por la ventana, viendo cómo la ciudad se desvanecía, reemplazada por campos abiertos y luego por un camino de tierra que llevaba a… ¿dónde?
"¿A dónde me lleva? ¿Qué va a hacer conmigo?"
Cuando el galpón apareció en el horizonte, grande y gris, con varias camionetas estacionadas afuera, Eva sintió que el corazón se le detenía. Pablo estacionó y, sin mediar palabra, salió del auto. Ella lo siguió, los tacones hundiéndose en la tierra, las piernas temblando.
Al entrar, el olor a cuero, sudor y sexo la golpeó de lleno. El lugar estaba iluminado con luces tenues, y en cada rincón había escenas que la hicieron contener el aliento: mujeres arrodilladas, algunas con los ojos vendados, otras con bozales, todas con collares gruesos unidos a las manos de hombres que las guiaban como si fueran mascotas.
—Tío… —susurró Eva, pero Pablo no la miró.
De su bolsillo sacó un collar, plateado, con perlas azules incrustadas y un pequeño hueso de metal con los mismos colores.
—Esto marca que eres de mi propiedad —dijo, y antes de que Eva pudiera reaccionar, lo cerró alrededor de su cuello, ajustándolo justo sobre las marcas que él mismo había dejado.
El metal frío contra su piel la hizo estremecer, pero lo que realmente la dejó sin aliento fue la oleada de excitación que la recorrió al escuchar esas palabras.
"Esto está mal, esto está mal, esto está mal…"
Pero su cuerpo, traicionero, ya estaba respondiendo, y cuando Pablo tiró del collar para guiarla hacia el interior del galpón, Eva no resistió. Siguió, sabiendo que, por esa noche, ya no era la sobrina estudiosa, la hija obediente.
Era su puta.
Eva seguía a Pablo, tironeada suavemente por el collar que ahora ceñía su cuello, su falda de cuero rozándole los muslos con cada paso incierto. Los tacones altos se hundían en el suelo de tierra apisonada, dificultando su marcha, pero el miedo a desobedecer la mantenía en movimiento.
Pablo, con la seguridad de quien frecuentaba el lugar, pidió una mesa cerca del escenario principal, donde ya se desarrollaba un espectáculo que hizo que la sangre de Eva se helara por un instante antes de precipitarse hacia sus mejillas en un rubor violento.
—Siéntate —ordenó él, señalando su regazo con un gesto de dedo.
Eva dudó, pero solo por un segundo. El collar tiró de su cuello cuando Pablo la guió hacia él, obligándola a acomodarse sobre sus muslos con las piernas abiertas, como una muñeca de porcelana en exhibición. La falda, ya de por sí corta, se levantó aún más, exponiendo las medias de red y la piel marcada que había debajo.
—Mírala —susurró Pablo en su oído, señalando hacia el escenario—. Así es como terminan las putitas desobedientes.
En el centro del escenario, una mujer colgaba de cuerdas gruesas atadas a un aparato de metal, su cuerpo completamente expuesto, balanceándose levemente con cada azote que recibía en las nalgas ya enrojecidas. Alrededor de ella, parejas se movían en un frenesí sexual, algunos vestidos con trajes de cuero, otros completamente desnudos, todos perdidos en un baile de dominación y sumisión que hacía que Eva se estremeciera.
—Tío… —murmuró, pero su voz se perdió en el gemido colectivo que llenaba el galpón.
Pablo no respondió. En lugar de eso, deslizó una mano bajo su falda, encontrando su entrepierna empapada con una facilidad que avergonzó a Eva hasta la médula.
—Qué sucia estás —murmuró, hundiendo dos dedos en ella sin previo aviso—. ¿Te excita ver cómo castigan a las zorras que no obedecen?
Eva gimió, enterrando las uñas en los hombros de Pablo, pero no negó. No podía. Su cuerpo, traicionero, se arqueaba hacia su mano, buscando más, siempre más.
—Arrodíllate —ordenó de pronto, retirando sus dedos bruscamente y empujándola hacia el suelo.
Eva cayó de rodillas con un golpe sordo, las lágrimas asomándose en sus pestañas, pero no por dolor. El piso estaba frío y sucio, pero eso no importaba. Lo que importaba era la mirada de Pablo, esos ojos claros que la perforaban mientras desabrochaba su pantalón y liberaba su erección.
—Chúpamela —dijo, no como una petición, sino como un hecho consumado—. Y hazlo bien, o te subo a ese escenario.
Eva no necesitó más advertencias. Con manos temblorosas, tomó su miembro, notando cómo palpitaba entre sus dedos, y guió la punta hacia sus labios. El primer contacto fue salado, áspero, pero cuando la cabeza rozó su lengua, algo dentro de ella se encendió.
—Así… —susurró Pablo, pasando una mano por su cabello y atrapándolo en un puño—. Más hondo.
Eva obedeció, hundiendo la boca en él, ahogándose levemente cuando golpeó su garganta. A su alrededor, las miradas comenzaron a acumularse. Algunos hombres se detenían a observar, otros murmuraban comentarios entre dientes.
—Buena sumisa tienes —dijo uno, pasando junto a ellos con una mujer encadenada—. Se ve dedicada.
Pablo solo sonrió, tirando del cabello de Eva para que todos vieran su rostro.
—Es mi mejor alumna —respondió, y nadie notó el doble sentido en sus palabras, nadie adivinó que la chica de labios hinchados y ojos llorosos era su sobrina.
Eva, por su parte, ya no pensaba. Solo actuaba, moviendo la boca arriba y abajo, saboreando el peso de Pablo en su lengua, el sabor a sal y poder que impregnaba cada centímetro de su piel. Cuando él finalmente llegó al clímax, derramándose en su boca con un gruñido bajo, ella tragó sin protestar, sintiendo cómo el líquido caliente le bajaba por la garganta.
—Quédate así —ordenó Pablo, acomodándose de nuevo en la silla mientras ella permanecía de rodillas, el sabor de él aún en su boca—. Y sigue mirando el escenario. Aprende.
Eva asintió, pero sus ojos ya estaban fijos en la mujer que ahora gritaba de placer en el escenario, azotada sin piedad mientras la multitud aplaudía. Y en algún lugar profundo de su mente, una vocecita preguntaba:
"¿Seré yo la próxima?"
El murmullo del galpón pareció desvanecerse en un lejano zumbido cuando las palabras de Pablo atravesaron el aire cargado de sudor y deseo: "Te azotaré en público para demostrar que eres solo mía." Eva sintió que el suelo se movía bajo sus rodillas, pero no fue el miedo lo que le hizo perder el aliento, sino una descarga eléctrica de anticipación que le recorrió la columna vertebral. Sus manos, aún temblorosas por el acto reciente, se aferraron al borde de la mesa, como si necesitara un ancla para no hundirse en el remolino de emociones que la arrastraban.
"¿En serio voy a hacer esto? ¿Delante de todos?"
Pero incluso mientras la duda arañaba su mente, su cuerpo ya respondía. La humedad entre sus muslos era imposible de ignorar, y el collar de perlas azules —tan frío contra su piel marcada— parecía pesar más, recordándole su lugar.
Pablo no esperó una respuesta. Con un gesto firme, tiró del collar, obligándola a ponerse de pie. Los tacones altos tambalearon bajo su peso, pero él la sostuvo, no por compasión, sino para asegurarse de que todos vieran cómo su sumisa caminaba hacia el escenario por voluntad propia.
El escenario era un círculo de madera gastada, iluminado por focos que hacían brillar las gotas de sudor en la piel de quienes lo habían ocupado antes. Eva sintió las miradas clavadas en ella, como cuchillos que diseccionaran cada centímetro de su cuerpo expuesto. Alguien en la multitud silbó, otro murmuró algo sobre "la nueva", pero Pablo no permitió que se detuviera. Con un empujón suave pero innegable, la colocó en el centro, frente a un poste de metal que sobresalía del suelo.
—Ponte de espaldas —ordenó, y su voz, aunque baja, resonó en el silencio repentino del galpón.
Eva obedeció, enfrentando ahora al público que observaba con ojos hambrientos. Algunas mujeres se mordían los labios, otros hombres ajustaban sus pantalones, pero todos compartían la misma expresión: el ansia de ver qué haría el dominante con su presa.
El primer azote llegó sin previo aviso. La fusta de Pablo, flexible y precisa, se estrelló contra sus nalgas ya sensibles, dejando una línea de fuego que hizo que Eva arqueara la espalda con un grito ahogado.
—¡Ah! —escapó de sus labios, pero antes de que pudiera recuperar el aliento, el segundo golpe cayó, esta vez más bajo, rozando los pliegues sensibles entre sus nalgas y sus muslos.
El dolor era agudo, punzante, pero con cada latigazo, algo dentro de Eva se desenredaba, como si las ataduras de su moral se rompieran una a una. Para el quinto azote, ya no gritaba, sino que gemía, y para el décimo, sus piernas temblaban no por el deseo de escapar, sino por la necesidad de más.
—Mira cómo brilla —murmuró Pablo, pasando una mano por la piel enrojecida de Eva antes de volver a levantar la fusta—. Todos ven cómo disfrutas, ¿verdad?
Eva no pudo responder. El siguiente azote cayó sobre sus hombros, luego en la parte baja de su espalda, después en los muslos. Cada golpe era meticulosamente colocado, cada marca una obra de arte en el lienzo de su piel. Y entonces, sin que sus dedos tocaran siquiera su entrepierna, sintió el primer orgasmo acercarse.
"¿Cómo…? Esto duele… pero…"
Pero el cuerpo de Eva ya no respondía a la lógica. Las lágrimas corrían por sus mejillas, mezclándose con el rímel que ahora manchaba su rostro, pero su respiración era entrecortada, sus caderas se movían involuntariamente, buscando fricción donde no la había.
—¡Pablo! —gritó, sin saber si pedía que parara o que continuara.
Él no se detuvo. El siguiente azote fue el más fuerte hasta entonces, cruzando ambas nalgas con un sonido crujiente que resonó en el galpón. Y entonces, ante los ojos de todos, Eva llegó al clímax, su cuerpo convulsionando en una ola de placer tan intenso que sus rodillas cedieron, dejándola colgando del poste al que se aferraba.
El público estalló en aplausos, algunos incluso se acercaron para ver mejor cómo la sumisa se retorcía en éxtasis, pero Pablo no permitió que tocaran. Con un gesto posesivo, la levantó y la colocó de rodillas frente a sí.
—Una más —prometió, y esta vez, la fusta cayó sobre sus pechos, haciendo que Eva gritara y, para su propia vergüenza, llegara al orgasmo por segunda vez, esta vez con tal fuerza que su visión se nubló.
Cuando finalmente terminó, Eva yacía temblorosa en el escenario, su cuerpo marcado, su mente en blanco. Pablo se inclinó y le susurró al oído:
—Ahora todos saben quién te posee.
Y Eva, en lo más profundo de su ser, supo que era verdad.
Continuara...

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