El Juego del Tío y la Sobrina - Parte 4 Final - El Juego de los Secretos Familiares

 


El primer rayo de sol que se filtró entre las cortinas de su habitación hizo que Eva entrecerrara los ojos con dolor, como si la luz fuera un martillazo directo en su cráneo. Su cuerpo era un mapa de dolor: cada músculo, cada articulación, cada centímetro de piel parecía gritar en protesta al más mínimo movimiento. Se incorporó lentamente, sintiendo cómo las sábanas se pegaban a su piel sudorosa, y al hacerlo, un repentino flashback de la noche anterior la golpeó con la fuerza de un tren. 


Fragmentos de memoria aparecieron en su mente como pedazos de un espejo roto: el galpón, las luces rojas, el sonido de la fusta cortando el aire antes de estrellarse contra su carne, los gritos mezclados entre el dolor y el éxtasis. Pero lo más confuso era el viaje de regreso a casa. Recordaba estar en el auto de Pablo, pero las imágenes eran borrosas, como si alguien hubiera desenfocado esa parte de su memoria. 


"¿Vine en el auto chupándosela al tío?" 


La posibilidad la hizo estremecer, no tanto por el asco, sino por lo poco que le importaba la respuesta. Se pasó una mano por el rostro, como si pudiera borrar los pensamientos con el gesto, y se obligó a salir de la cama. Sus pies descalzos tocaron el suelo frío, y al levantarse, un dolor agudo en sus muslos la obligó a morderse el labio para no gemir. 


El espejo del armario le devolvió una imagen que apenas reconoció. Su cuerpo, normalmente pálido y suave, estaba ahora cubierto de moretones, marcas de cuerdas y líneas rojas que dibujaban el camino de la fusta. Solo su rostro se había salvado, intacto, como si Pablo hubiera tenido cuidado de no dejar pruebas visibles para el mundo exterior. 


Y entonces lo vio. El collar. 


El collar de perlas azules y el pequeño hueso de metal seguían ceñidos a su cuello, brillando bajo la luz del amanecer como un recordatorio silencioso de su sumisión. La orden de Pablo resonó en su mente: "Nunca te lo saques." 


"¿En serio voy a ir a la universidad con esto puesto?" 


Pero la idea de desobedecerle le provocó más ansiedad que la de ser descubierta. Con movimientos torpes, buscó en su armario algo que pudiera cubrir el resto de las marcas. Un suéter de cuello alto negro, aunque hacía demasiado calor para llevarlo. Jeans holgados, aunque le rozaran las nalgas adoloridas. Y un pañuelo que, con un poco de suerte, disimularía el collar sin taparlo por completo. 


—Eva, ¿estás lista? —la voz de su madre desde el pasillo la hizo saltar. 


—¡Sí, mami! ¡Un segundo! —respondió, forzando un tono alegre que sonó falso incluso para sus propios oídos. 


Al salir de su habitación, evitó el contacto visual con Marta, rezando para que no notara nada extraño. Pero su madre, siempre ocupada con los preparativos para su turno en el hospital, solo le dio un beso rápido en la mejilla antes de salir corriendo. 


—¡Ten cuidado! —fue lo único que dijo antes de que la puerta se cerrara tras ella. 


Eva respiró aliviada y salió de la casa, sintiendo cómo el collar pesaba en su cuello con cada paso.


La universidad era un mundo paralelo, un lugar donde Eva solía sentirse segura, en control. Pero hoy, cada mirada, cada risa lejana, cada murmullo la hacía preguntarse si alguien sabía. Si alguien podía ver a través de su ropa y adivinar lo que había hecho, lo que había disfrutado. 


En clase de contabilidad, mientras el profesor hablaba de balances y activos, sus dedos se deslizaron inconscientemente hacia el collar, tocándolo como un talismán. 


"¿Qué me está pasando?" 


La pregunta retumbó en su cabeza mientras trataba de concentrarse en la lección. Pero en lugar de números, veía las manos de Pablo sujetándola, su voz ordenándole, su fusta marcándola. Y para su horror, sintió el familiar calor entre sus piernas. 


"¿En serio me excita recordarlo?" 


El resto de la mañana pasó en un torbellino de confusión. En el café con sus amigas, riendo de un chiste que no escuchó, fingiendo normalidad mientras por dentro se desmoronaba. En la biblioteca, donde las palabras de los libros se mezclaban con los recuerdos de las órdenes de Pablo. 


Fue en el baño de la universidad, mirándose al espejo en un cubículo solitario, cuando finalmente enfrentó la verdad. 


—Te gusta —susurró para sí misma, observando cómo sus pupilas se dilataban al decir las palabras en voz alta—. Te gusta que te lastime, que te posea. 


El collar brilló bajo las luces fluorescentes, como si estuviera de acuerdo. 


"¿Soy masoquista? ¿Es eso lo que soy?" 


Pero incluso la palabra, tan clínica, tan fría, no lograba capturar la complejidad de lo que sentía. No era solo el dolor. Era la sumisión, la entrega, la vergüenza convertida en placer. 


Al salir del baño, decidió probar una teoría. Con movimientos deliberadamente lentos, se pasó la mano por el cuello, tirando un poco del collar para que se notara más. Un grupo de chicos pasó cerca de ella, y uno de ellos, sin querer, rozó el collar con la mirada. 


Eva esperó sentir vergüenza, arrepentimiento. En lugar de eso, una oleada de excitación la recorrió. 


"Definitivamente me gusta." 


Pero aún no estaba segura de qué haría al respecto. 


El día terminó como había comenzado: con dolor, con confusión, pero también con una nueva comprensión de sí misma que, aunque aterradora, era imposible de ignorar. 


Y en algún lugar de la ciudad, Pablo sonreía, sabiendo que su sobrina estaba un paso más cerca de aceptar su lugar.


El trayecto de regreso a casa después de la universidad se sintió más largo de lo habitual para Eva. Cada paso le recordaba el dolor que aún persistía en su cuerpo, cada roce de la tela del jean contra sus muslos marcados por la fusta de Pablo era un recordatorio de lo que había ocurrido la noche anterior. El collar seguía en su cuello, oculto bajo el pañuelo, pero su peso era imposible de ignorar, como si fuera una mano invisible que la guiaba hacia un destino que ya no podía evitar. 


Al abrir la puerta de su casa, el aroma a comida recién preparada la envolvió, pero lo que realmente la sorprendió fue ver a su madre, Marta, de pie en la cocina, moviéndose entre ollas y sartenes con una energía inusual para un día de semana. 


—Hola, mamá —dijo Eva, tratando de disimular la sorpresa en su voz—. ¿Pasó algo? ¿Por qué estás en casa? 


Marta se volvió hacia ella, con una sonrisa cansada pero cálida, las manos todavía manchadas de ajo y especias. 


—Me dieron la noche libre —respondió, secándose las manos en el delantal—. Y pensé que sería bueno cenar los tres. Ya invité a Pablo. 


El nombre de su tío hizo que el corazón de Eva se acelerara de golpe, como si alguien hubiera apretado un botón invisible en su pecho. Sintió que la sangre le subía a las mejillas, pero se obligó a mantener la compostura, fingiendo una normalidad que ya no existía. 


—Ah… qué bien —murmuró, desviando la mirada hacia el suelo—. Voy a bañarme antes de cenar. 


Marta asintió, pero algo en su expresión —una ligera tensión alrededor de los ojos, una mirada un segundo más larga de lo normal— hizo que Eva se preguntara si su madre sospechaba algo. 


"¿Sabrá? ¿Puede verlo?" 


No tuvo tiempo de analizarlo más. En ese momento, su celular vibró en el bolsillo del jean. Un mensaje de Pablo. 


"Ponte el vestido negro de encaje, el que no llega ni a mitad del muslo. Sin ropa interior. Y el collar a la vista. Si desobedeces, le cuento a tu madre cómo gritaste anoche." 


Eva contuvo el aliento, sintiendo cómo el pulso le martillaba en las sienes. No era una sugerencia, era una orden. Y lo peor de todo era que una parte de ella, esa parte oscura y sumisa que ahora reconocía en sí misma, ya estaba ansiosa por obedecer. 


—Voy al baño —dijo rápidamente, alejándose antes de que su madre pudiera responder.


El agua caliente de la ducha cayó sobre su piel como una lluvia purificadora, pero ni siquiera eso pudo lavar las marcas que Pablo le había dejado. Moretones en forma de dedos en las caderas, líneas rojas en los muslos, el recuerdo de sus labios en su cuello. Eva se miró al espejo empañado después de secarse, observando cómo su cuerpo, ahora limpio pero aún marcado, se transformaba bajo el vestido que Pablo había exigido. 


El vestido negro de encaje era tan corto que apenas cubría lo esencial, y la falta de ropa interior hacía que cada movimiento fuera una tentación, un recordatorio de su vulnerabilidad. El collar, ahora expuesto, brillaba contra su piel, una declaración silenciosa de pertenencia. 


"¿Qué dirá mamá? ¿Qué dirá Pablo?" 


Pero cuando salió del baño y se dirigió a la cocina, ya no había vuelta atrás.


Pablo ya estaba allí, sentado a la mesa con una copa de vino en la mano, vestido con una camisa negra que hacía que sus ojos claros parecieran aún más penetrantes. Al ver a Eva, una sonrisa lenta se extendió por su rostro, como un gato que acabara de atrapar a su presa favorita. 


—Hola, sobrinita —saludó, su voz tan suave como peligrosa—. Qué linda te ves. 


Eva sintió que las palabras la atravesaban, pero fue la mirada de su madre lo que realmente la paralizó. Marta, de pie junto a la estufa, la observó de arriba abajo, deteniéndose en el collar, en el escote del vestido, en las marcas apenas visibles en sus muslos. Por un segundo, Eva estuvo segura de que diría algo, de que la regañaría, la cuestionaría, la salvaría. 


Pero Marta solo suspiró y volvió a remover la salsa. 


—La cena está casi lista —dijo, como si nada fuera anormal—. Siéntense. 


Eva, aliviada pero confundida, se dirigió hacia una de las sillas, pero antes de que pudiera sentarse, la voz de Pablo la detuvo. 


—No ahí —dijo, golpeando suavemente su muslo con la palma de la mano—. Aquí. 


El significado era claro. Eva lo miró, luego a su madre, pero Marta no protestó. Con movimientos lentos, Eva se acercó a Pablo y, con un rubor que le quemaba las mejillas, se sentó sobre sus piernas, sintiendo cómo el vestido se levantaba aún más, exponiendo sus nalgas adoloridas al contacto con los jeans de él. 


—Así está mejor —murmuró Pablo, pasando una mano posesiva por su cintura mientras con la otra tomaba un sorbo de vino. 


Marta, sentándose frente a ellos, no dijo nada. Pero cuando sus ojos se encontraron con los de Eva, hubo un entendimiento silencioso, una resignación que hizo que el estómago de Eva se retorciera. 


"Ella sabe. Dios mío, ella sabe." 


Pero nadie lo mencionó. En lugar de eso, comenzaron a cenar, como si fuera una noche cualquiera, como si Eva no estuviera sentada en el regazo de su tío, como si su cuerpo no estuviera marcado por él, como si su alma no le perteneciera por completo. 


La cena transcurrió con una tensión apenas disimulada bajo conversaciones triviales y el tintineo ocasional de los cubiertos contra los platos. Eva, sentada sobre las piernas de Pablo, apenas podía concentrarse en la comida. Cada movimiento de su tío, cada roce casual de sus manos sobre su cintura, cada respiración cálida en su nuca, la mantenía en un estado de alerta constante. Su madre, Marta, actuaba con una normalidad perturbadora, como si no notara —o decidiera ignorar— la dinámica perversa que se desarrollaba frente a sus ojos. 


Cuando terminaron de comer, Pablo no necesitó palabras. Un simple gesto con la cabeza hacia el pasillo fue suficiente para que Eva entendiera. 


—Ve a tu cuarto —ordenó, su voz baja pero cargada de una autoridad que ya no podía desobedecer. 


Eva asintió, deslizándose de su regazo con movimientos torpes, sintiendo cómo el vestido de encaje se ajustaba aún más a su cuerpo al ponerse de pie. No miró a su madre. No se atrevía. Caminó hacia su habitación con pasos rápidos, sintiendo las miradas de ambos clavadas en su espalda, en las marcas que el vestido no lograba ocultar por completo.


En la cocina, el silencio se extendió por unos segundos después de que Eva desapareciera por el pasillo. Marta, con movimientos calmados, se acercó a Pablo, que aún estaba sentado en la mesa, disfrutando los últimos sorbos de su vino. Sin previo aviso, pasó una mano por el bulto que se marcaba en su pantalón, sonriendo con una complicidad que solo años de secretos compartidos podían explicar. 


—Ve a cuidar a mi hija —murmuró, acercándose tanto que su aliento cálido rozó su oreja— como yo te cuidaba a vos cuando eras pequeño. 


Pablo no respondió, pero un destello de reconocimiento cruzó sus ojos. Marta se alejó, llevando los platos sucios hacia el fregadero, como si acabara de comentar el clima y no de dar permiso tácito para que su hermano violara a su hija.


Eva estaba sentada al borde de su cama cuando Pablo entró sin llamar, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco. La habitación, iluminada solo por la lámpara de su mesita de noche, proyectaba sombras alargadas sobre las paredes, creando un escenario íntimo y opresivo a la vez. 


—Ponete boca arriba —ordenó Pablo, sacando una cuerda de su bolsillo mientras se acercaba. 


Eva obedeció, tendiéndose sobre las sábanas con una mezcla de miedo y anticipación. No hizo preguntas cuando Pablo ató sus muñecas al cabecero de la cama, ni cuando le levantó el vestido hasta la cintura, exponiendo completamente su cuerpo ya marcado. 


—Hoy no te merecés caricias —murmuró él, desabrochando su pantalón con una mano mientras con la otra le agarraba un pecho con fuerza—. Solo vas a recibir lo que te toca. 


Eva gimió cuando Pablo entró en ella de un solo empujón, sin preámbulos, sin preparación. El dolor inicial fue intenso, pero ya conocía ese juego, ya sabía cómo el dolor se transformaba en placer, cómo su cuerpo aprendía a disfrutar lo que su mente aún rechazaba. 


—¡Ah! ¡Tío! —gritó, arqueando la espalda cuando Pablo comenzó a moverse, cada embestida más fuerte que la anterior. 


Las ataduras en sus muñecas le impedían tocarlo, pero no necesitaba sus manos para sentir cada centímetro de él dentro de sí. Pablo la poseía con una ferocidad animal, agarrando sus caderas para clavar más hondo, para asegurarse de que cada empujón la hiciera gritar. 


—¿Te gusta, putita? —gruñó, inclinándose para morderle un pezón—. ¿Te gusta que tu tío te llene con su leche? 


Eva no pudo responder. Las palabras se le ahogaron en la garganta cuando Pablo cambió el ángulo, rozando ese punto dentro de ella que la hacía ver estrellas. Sus gemidos, cada vez más altos, más descontrolados, resonaban por la habitación, escapando bajo la puerta, llegando hasta la cocina donde Marta seguía lavando los platos, como si nada ocurriera. 


—¡Sí! ¡Sí, tío! —gritó Eva cuando el orgasmo la golpeó, haciendo que su cuerpo se convulsionara alrededor de Pablo, que no disminuyó el ritmo ni por un segundo. 


Fue entonces cuando él llegó también, derramándose dentro de ella con un gruñido gutural, hundiendo los dedos en su carne como para marcar aún más su posesión. 


El alba encontró a Eva exhausta, su cuerpo desnudo y marcado todavía atado al cabecero de la cama, las muñecas enrojecidas por la fricción de las cuerdas que Pablo había dejado apretadas durante la noche. El aire frío de la mañana se colaba por la ventana entreabierta, haciendo que su piel se erizara, pero ni siquiera eso logró despertarla por completo del aturdimiento en el que había caído después de la tercera vez que su tío la había poseído. Los recuerdos de la noche anterior llegaban en fragmentos: las manos de Pablo sujetándola con fuerza, su voz susurrándole obscenidades al oído, el dolor que se transformaba en placer una y otra vez hasta que ya no podía distinguir entre uno y otro. 


El sonido de la puerta abriéndose la sacó de su letargo. Esperaba ver a Pablo, listo para reclamarla otra vez, pero en su lugar estaba su madre, Marta, con un delantal limpio y una expresión que no delataba ni sorpresa ni disgusto al ver a su hija desnuda y atada en su propia cama. 


—Apúrate, Eva —dijo Marta, desatando las cuerdas con movimientos prácticos, como si esto fuera parte de su rutina matutina—. Vas a llegar tarde a la universidad. 


Eva parpadeó, confundida, sintiendo cómo la sangre volvía a circular libremente por sus muñecas. Esperaba un reproche, una mirada de decepción, incluso gritos. Pero su madre actuaba como si encontrarla así fuera lo más normal del mundo. 


—Mamá, yo… —intentó hablar, pero las palabras se atascaron en su garganta. 


Marta la miró entonces, y por primera vez, Eva vio en sus ojos algo que nunca antes había notado: un brillo de reconocimiento, de complicidad. 


—No hace falta que digas nada —respondió Marta, pasando una mano por su cabello enredado—. Solo vístete. 


Eva se levantó de la cama, sintiendo cada moretón, cada marca que Pablo le había dejado. Se miró en el espejo y, en lugar de horrorizarse como la primera vez, sintió una extraña satisfacción al ver su cuerpo tan claramente poseído. Sin pensarlo dos veces, eligió su atuendo: un vestido ajustado que dejaba sus hombros al descubierto, mostrando las marcas de los dientes de Pablo; una falda tan corta que si se inclinaba un poco, se vería todo; y, por supuesto, el collar de perlas azules, ahora expuesto con orgullo alrededor de su cuello. 


"Ya no tengo que esconderme." 


Cuando salió de su habitación, su madre la esperaba en la cocina con un café listo. 


—Se te ve feliz —comentó Marta, observándola de arriba abajo con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. 


Eva tomó el café y sorbió un poco antes de responder. 


—Lo soy —dijo, y en ese momento, lo supo con certeza. 


Ese día, mientras caminaba por los pasillos de la universidad, sintiendo las miradas de sus compañeros en su cuerpo marcado, en su collar de sumisa, Eva entendió por fin la verdad que había estado evitando: su cuerpo ya no le pertenecía. Era de Pablo, completamente, irrevocablemente. Y esa revelación, en lugar de aterrarla, la llenó de una paz extraña, como si hubiera encontrado por fin su lugar en el mundo.


Los años pasaron. Pablo, como siempre había planeado, se fue del país por trabajo, llevando consigo su experiencia en el arte de la dominación a nuevos territorios, nuevas sumisas que moldear a su antojo. Eva terminó la universidad, no como la chica tímida que alguna vez fue, sino como una mujer que entendía el poder de la entrega. 


Y cuando encontró a su nuevo dueño, un hombre con manos tan firmes como las de Pablo, pero con una paciencia que su tío nunca tuvo, supo que el ciclo continuaba. Cuatro hijos llegaron, cada uno concebido entre latigazos y gemidos, entre órdenes y obediencia. 


Y en las noches, cuando su nuevo amo la ataba y la marcaba, Eva a veces cerraba los ojos y recordaba la primera vez que Pablo la había mirado no como su sobrina, sino como su posesión. 


Y sonreía. 


Porque al final, había encontrado lo que siempre había necesitado: alguien que la obligara a ser libre. 


FIN.

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