La habitación estaba sumida en un silencio pesado, solo roto por el sonido irregular de la respiración de Eva, que ahora se encontraba arrodillada en el suelo, con las manos atadas firmemente a su espalda. La soga, hábilmente enrollada alrededor de sus muñecas, había dejado marcas rojas en su piel pálida, un contraste que a Pablo no pasó desapercibido. La luz tenue de la lámpara proyectaba sombras alargadas sobre las paredes, como si el ambiente mismo estuviera conspirando para mantener ocultos los detalles más íntimos de lo que estaba sucediendo.
Pablo se inclinó ligeramente hacia adelante, colocando una mano bajo el mentón de Eva para levantar su rostro y obligarla a mirarlo directamente. Sus ojos, antes llenos de curiosidad inocente, ahora reflejaban una mezcla de confusión y algo más, algo que él reconocía como el primer asomo de sumisión.
—Con los nudos se puede jugar al juego del botoncito —dijo, su voz baja pero cargada de una intención que no dejaba lugar a dudas.
Eva no respondió. Sus labios, ligeramente entreabiertos, temblaron como si intentaran formar palabras que nunca llegaron a materializarse. Pero Pablo no necesitaba una respuesta verbal; la forma en que su cuerpo se tensó al escuchar sus palabras era suficiente para confirmar que, en algún nivel, ella ya sabía lo que vendría.
Sin prisa pero sin pausa, Pablo deslizó sus dedos hacia el borde del short negro de Eva, sintiendo el tejido suave bajo sus manos. Con un movimiento deliberado, comenzó a desprenderlo, revelando lentamente la piel que había estado oculta debajo. Eva contuvo el aliento cuando el aire fresco de la habitación rozó su piel, pero no hizo ningún intento por alejarse. Tal vez porque sabía que, atada como estaba, no había escapatoria posible.
—No… —murmuró finalmente, su voz apenas un susurro—. No lo hagas… eres mi tío.
Pablo, en lugar de detenerse, sonrió con una mezcla de paciencia y condescendencia, como si sus palabras fueran las de una niña caprichosa que no entendía lo que realmente quería.
—Alguna vez te ha tocado un hombre de cuarenta y tres años? —preguntó, mientras sus dedos, ahora libres de cualquier obstáculo, comenzaban a explorar con una precisión calculada.
Eva negó con la cabeza, apretando los párpados como si intentara bloquear la realidad de lo que estaba sucediendo.
—No… solo he tenido dos novios… de mí misma edad —respondió, y aunque su voz sonaba firme, el temblor en sus palabras delataba su vulnerabilidad.
Pablo no se inmutó. Al contrario, su sonrisa se ensanchó, como si esa confesión fuera exactamente lo que quería escuchar.
—Los hombres mayores sabemos cómo tratar a las putitas —dijo, y esta vez no hubo rastro de humor en su tono, solo una certeza absoluta.
Eva abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera articular una sola palabra, los dedos de Pablo encontraron su clítoris, y lo que iba a ser una queja se convirtió en un gemido ahogado, un sonido que surgió desde algún lugar profundo dentro de ella, incontrolable e instintivo.
—Ah… —escapó de sus labios, y aunque intentó morderse el labio inferior para silenciarse, ya era demasiado tarde.
Pablo no necesitó más invitación. Continuó con su tarea, alternando entre caricias suaves y presión firme, estudiando cada reacción de su sobrina como un científico analizando un experimento. Eva intentó resistir, intentó mantener algún vestigio de dignidad, pero su cuerpo, traicionero, comenzó a responder de maneras que su mente no podía controlar.
—Parece que alguien está disfrutando más de lo que quiere admitir —murmuró Pablo, observando cómo la humedad comenzaba a empapar el short que aún colgaba precariamente de sus caderas.
Eva no respondió. No podía. Cada movimiento de los dedos de Pablo enviaba ondas de placer a través de su cuerpo, una sensación que la abrumaba y la avergonzaba en igual medida. Y entonces, sin previo aviso, llegó. Un espasmo, una ola de calor que la recorrió de pies a cabeza, dejándola sin aliento y, finalmente, ensuciando su short con la evidencia física de su propio éxtasis.
Pablo observó el resultado de su trabajo con satisfacción, retirando lentamente su mano mientras Eva, ahora jadeante y con los ojos vidriosos, se derrumbaba levemente hacia adelante, como si sus fuerzas la hubieran abandonado por completo.
—Eso es solo el comienzo, Eva —dijo, acariciando su mejilla con una falsa ternura—. Los nudos tienen muchos más usos… y esta noche aprenderás todos.
El aire en la cocina se había vuelto denso, cargado con el aroma de la cena recién terminada mezclado con algo más primitivo: el olor del miedo, la excitación y el poder. Pablo observó a Eva, aún arrodillada y jadeante, sus shorts manchados de humedad, sus ojos brillantes entre lágrimas reprimidas y placer. Pero esto no era suficiente para él. No cuando había planeado cada detalle de esta noche con tanto cuidado.
—Levanta —ordenó, su voz grave y autoritaria, mientras tiraba de la soga que mantenía sus muñecas atadas, forzándola a ponerse de pie.
Eva, con las piernas temblorosas, apenas logró mantenerse erguida.
—Pablo, por favor… —suplicó, pero su voz sonaba débil, como si ya supiera que las palabras no cambiarían nada.
Él no respondió. En lugar de eso, la guio hacia la mesa donde minutos antes habían cenado, empujándola con firmeza hasta que su torso quedó sobre la superficie fría de la madera. Los platos sucios y los restos de la comida fueron apartados de un manotazo, algunos rompiéndose al chocar con el suelo. Eva gritó al sentir el impacto, pero Pablo no le dio tiempo a reaccionar.
—Quietita —murmuró, mientras comenzaba a atar sus tobillos a las patas de la mesa, separándolos lo suficiente para que no tuviera espacio para cerrar las piernas.
Eva intentó resistir, moviéndose inútilmente, pero los nudos eran demasiado firmes.
—¡No! ¡Detente! —gritó, esta vez con más fuerza, pero Pablo solo sonrió, disfrutando de su lucha.
—Las putitas no hablan sin permiso —dijo, y antes de que ella pudiera responder, su mano se alzó y cayó con fuerza sobre una de sus nalgas, dejando una marca roja en la piel pálida.
El sonido del impacto resonó en la habitación, seguido por un gemido ahogado de Eva. Pero no era solo de dolor. Algo en la forma en que su cuerpo se arqueó, en cómo su respiración se aceleró, le dijo a Pablo que, aunque ella no quisiera admitirlo, cada azote, cada palabra humillante, la excitaba más.
—Así me gusta —murmuró, pasando una mano por la zona enrojecida antes de continuar con su trabajo.
Tomó otra soga, esta vez enredándola en su largo cabello negro, tirando de él hacia atrás antes de atar el otro extremo a sus muñecas, forzándola a mantener la cabeza levantada. Ahora, Eva no podía moverse, no podía esconder su rostro, no podía hacer nada más que aceptar lo que él decidiera hacerle.
—Por favor… —volvió a suplicar, pero su voz ya no tenía la misma convicción.
Pablo ignoró sus palabras. En lugar de eso, caminó hacia el cajón de los cuchillos, abriéndolo con calma. Eva, al ver el filo brillar bajo la luz, contuvo el aliento.
—¡No! ¡No me lastimes! —gritó, su cuerpo tensándose al máximo.
Pero Pablo solo sonrió, acercándose lentamente.
—No te preocupes, sobrina… esto es solo para hacerte más cómoda —dijo, y entonces, con movimientos deliberados, comenzó a deslizar el cuchillo por la tela de su suéter.
La hoja afilada cortó el tejido negro como si fuera papel, revelando poco a poco la piel debajo. Eva temblaba, pero ya no gritaba. Observaba, con una mezcla de terror y fascinación, cómo su ropa era destruida, cómo su cuerpo quedaba expuesto. Primero fue el suéter, cayendo en pedazos a los lados de la mesa. Luego, el short, ya manchado, fue cortado desde la cintura, dejando sus caderas y sus nalgas al descubierto. Finalmente, su ropa interior, el último vestigio de protección, fue eliminada con un movimiento rápido del cuchillo.
Ahora, Eva estaba completamente desnuda sobre la mesa, su piel erizada por el frío y la vergüenza, su cuerpo expuesto sin piedad.
—Mírate… —susurró Pablo, pasando una mano por su espalda—. Tan perfecta… tan sumisa.
Ella no respondió. No podía. Pero su cuerpo hablaba por ella: el temblor de sus muslos, la humedad entre sus piernas, la forma en que su pecho se elevaba con cada respiración agitada.
Pablo dejó el cuchillo a un lado y, en su lugar, tomó la fusta.
—Voy a detenerme… —dijo, acariciando el cuero contra su piel— cuando me pidas que te haga el amor.
Eva abrió los ojos, sin entender del todo, pero no tuvo tiempo de pensar. El primer azote cayó, marcando su piel con una línea roja.
—¡Ah! —gritó, arqueándose.
El segundo llegó inmediatamente después, luego el tercero, el cuarto… Pablo no tenía prisa. Cada golpe era calculado, alternando entre sus nalgas, sus muslos, su espalda baja. Eva lloraba ahora, pero entre los gemidos de dolor, había otros sonidos, pequeños jadeos que delataban su excitación.
Para el azote número doce, sus nalgas estaban enrojecidas, ardientes, pero también lo estaba el resto de su cuerpo. Para el quince, sus muslos temblaban incontrolablemente. Para el veinte, ya no gritaba, solo jadeaba, su cuerpo empapado en sudor y placer.
Y entonces, en el azote número veintidós, cuando el dolor y el éxtasis se mezclaban en un límite indistinto, finalmente lo suplicó:
—¡Pablo! ¡Por favor! ¡Méteselo a tu sobrina! ¡Hazme el amor!
Pablo detuvo la fusta en el aire, sonriendo.
—Eso es todo lo que tenías que pedir putita.
Pablo se detuvo un momento, admirando la escena: su sobrina, desnuda, atada, con las nalgas enrojecidas y los muslos temblorosos, completamente a su merced.
—Mírate —murmuró, pasando una mano posesiva por la curva de su espalda—. Esto es lo que realmente querías, ¿verdad?
Eva no respondió, pero el gemido que escapó de sus labios cuando los dedos de Pablo se deslizaron entre sus piernas fue más elocuente que cualquier palabra. Estaba empapada, su cuerpo traicionándola a pesar de la culpa que nublaba su mente.
Pablo no tenía prisa. Se desabrochó el pantalón con movimientos deliberados, liberando su erección, que, aunque no era particularmente grande, palpitaba con una tensión que delataba años de fantasías reprimidas.
—¿Nerviosa? —preguntó, acariciando el interior de sus muslos mientras se posicionaba detrás de ella—. No deberías estarlo… después de todo, esto es lo que pediste.
Eva intentó negar con la cabeza, pero la soga atada a su cabello le impedía moverla.
—No… no lo pedí… —susurró, aunque su voz sonaba quebrada, insegura.
Pablo solo sonrió y, sin aviso, presionó la punta de su miembro contra su entrada, disfrutando de cómo ella se estremecía al contacto.
—Mentirosa —dijo, y con un empuje lento pero firme, comenzó a penetrarla.
La sensación fue abrumadora para ambos. Eva estaba increíblemente ajustada, como si su cuerpo nunca hubiera sido realmente explorado, y cada centímetro que Pablo ganaba era una batalla entre la resistencia y la entrega.
—Dios… —jadeó él, cerrando los ojos por un momento—. Eres más estrecha de lo que imaginé.
Eva gimió, enterrando el rostro contra la mesa, pero Pablo no se lo permitió. Tiró de la soga que sujetaba su cabello, forzándola a arquear la espalda y mantener la cabeza alta.
—Mírame —ordenó—. Quiero ver tu cara mientras te lleno.
Ella obedeció, sus ojos brillando con lágrimas que no se atrevían a caer. Pablo comenzó a moverse, retirándose casi por completo antes de hundirse de nuevo, cada embestida más profunda que la anterior.
—Así… así es como se siente un hombre de verdad —murmuró, agarrando sus caderas con fuerza—. No esos niños con los que salías.
Eva intentó protestar, pero las palabras se convirtieron en un quejido cuando Pablo cambió el ángulo, rozando un punto dentro de ella que hizo que sus piernas se estremecieran.
—¿Ves? —continuó él, acelerando el ritmo—. Tu cuerpo lo sabe. Ninguno de esos imbéciles te hizo sentir así, ¿verdad?
Eva negó con la cabeza, pero era inútil. Uno de sus ex novios había estado bien dotado, pero nunca la había hecho sentir esta mezcla de dolor, placer y vergüenza que ahora la consumía.
—No… —gimió, pero su voz era apenas un susurro.
Pablo se inclinó sobre ella, su aliento caliente en su oído.
—Dilo —exigió, clavándose más hondo—. Dime que nunca te han follado así.
Eva sacudió la cabeza, pero Pablo no cedió.
—¡Dilo! —repitió, azotándole una nalga con la palma de la mano.
El sonido del impacto y el dolor repentino la hicieron gritar, pero también la empujaron más cerca del borde.
—¡Nunca! —finalmente admitió, su voz quebrada por el placer—. ¡Nunca nadie me había hecho sentir esto!
Pablo gruñó satisfecho y redobló sus embestidas, ahora más rápidas, más duras. La mesa crujía bajo su peso, los platos restantes vibrando con cada movimiento.
—Por eso las putitas como tú necesitan hombres como yo —dijo, hundiendo los dedos en su carne—. Para enseñarles su lugar.
Eva ya no podía pensar. La culpa por estar disfrutando esto, por estar siendo tomada por el hermano de su madre, se mezclaba con el placer hasta volverse indistinguible. Cada empuje de Pablo la llevaba más cerca del orgasmo, y aunque intentó resistirse, su cuerpo ya había decidido rendirse.
—Pablo… —gimió, su voz tan débil que apenas se escuchaba.
Él entendió. Con una mano, se deslizó entre sus piernas, encontrando su clítoris hinchado y sensible.
—Vamos, sobrina —murmuró, frotando en círculos precisos—. Cómete toda mi verga como la buena puta que eres.
Esa fue la gota que derramó el vaso. Con un grito ahogado, Eva llegó al clímax, su cuerpo convulsionando alrededor de Pablo, que no tardó en seguirla, derramándose dentro de ella con un gruñido animal.
Por un momento, solo hubo silencio, roto por sus respiraciones agitadas.
—Eso… eso estuvo mal —murmuró Eva después, pero incluso sus palabras sonaban vacías, como si ni ella misma las creyera.
Pablo, todavía dentro de ella, sonrió.
—Lo malo siempre es lo más divertido.
Pablo, con movimientos lentos y calculados, comenzó a desatar las cuerdas que la mantenían sujeta, liberando primero sus tobillos, luego sus muñecas, y finalmente el nudo que mantenía su cabello tirante. Cada liberación era acompañada por un pequeño gemido de Eva, cuyo cuerpo adolorido apenas respondía después de la intensidad de lo vivido.
—Levántate —ordenó Pablo, su voz ahora más suave pero aún cargada de autoridad.
Ella obedeció, deslizándose de la mesa con movimientos torpes, sintiendo cómo los muslos le temblaban al hacer contacto con el suelo frío. No hizo ningún intento por cubrirse, a pesar de estar completamente desnuda, a pesar de sentir cómo los fluidos de su tío resbalaban por sus piernas. Algo dentro de ella había cambiado, algo que ni siquiera ella entendía.
—Ordena la mesa —dijo Pablo, señalando los platos rotos y los restos de comida esparcidos por el suelo—. Y limpia este desastre.
Eva asintió, agachándose para recoger los pedazos de cerámica con manos temblorosas. Cada movimiento le recordaba lo que acababa de suceder, cada pequeño dolor en sus muñecas marcadas o en sus nalgas enrojecidas era un recordatorio de su sumisión. Y, sin embargo, no se detuvo. Siguió limpiando, siguió obedeciendo, como si su cuerpo ya no le perteneciera.
Pablo la observó en silencio, cruzado de brazos, disfrutando de la vista de su sobrina, desnuda y vulnerable, cumpliendo sus órdenes sin cuestionarlas. Cuando terminó, se acercó a ella, colocando una mano bajo su mentón para levantar su rostro.
—Hoy has sido una buena sobrina —murmuró, antes de inclinarse y capturar sus labios en un beso profundo, casi posesivo.
Eva no respondió al beso, pero tampoco lo rechazó. Permaneció quieta, sintiendo el sabor de su tío en su boca, un sabor que ya no le era ajeno.
—Ahora ve a descansar —ordenó Pablo, separándose de ella con una sonrisa—. Y quédate desnuda.
Ella no preguntó por qué. Simplemente asintió y, con pasos lentos, comenzó a caminar hacia su habitación, sintiendo la mirada de Pablo clavada en su espalda, en sus nalgas marcadas, en la humedad que aún brillaba entre sus piernas.
Una vez que Eva desapareció por el pasillo, Pablo recogió sus cosas, ajustándose la ropa con calma. Su mente ya estaba planeando el próximo encuentro, imaginando nuevas formas de explorar los límites de su sobrina. Con una sonrisa satisfecha, salió de la casa, dejando atrás el escenario de su conquista.
Eva, por su parte, se dejó caer sobre su cama, sin fuerzas para cubrirse, sin fuerzas para hacer nada más que mirar al techo. Su cuerpo, ahora libre de ataduras, estaba marcado por las huellas de la noche: las muñecas enrojecidas por las cuerdas, las nalgas aún ardientes por los azotes, los muslos temblorosos por el esfuerzo.
Se miró en el espejo del armario, observando su reflejo con una mezcla de fascinación y horror. Su cabello negro, normalmente liso y perfecto, estaba despeinado y húmedo por el sudor. Sus pechos pequeños, firmes como medios limones, se elevaban con cada respiración agitada. Su piel, pálida y suave, estaba salpicada de moretones y marcas que contaban la historia de lo que había sucedido.
Y entonces, sin previo aviso, las lágrimas comenzaron a caer.
—¿Por qué? —susurró, enterrando el rostro en las manos—. ¿Por qué me gustó tanto?
La culpa la inundó, más intensa que cualquier sensación física. Había disfrutado. Había obedecido. Había suplicado. Y lo peor de todo era que, en algún lugar oscuro de su mente, sabía que lo volvería a hacer.
El llanto la sacudió por completo, su cuerpo convulsionando con cada sollozo, pero incluso entonces, entre las lágrimas, su mano descendió lentamente hacia su entrepierna, como si buscara revivir las sensaciones que tanto la avergonzaban.
—Dios mío… —murmuró, antes de que otro gemido escapara de sus labios.
La noche había terminado, pero la confusión, el placer y la culpa apenas comenzaban.
Continuara...

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