El camino a casa fue interminable para Fátima. Cada paso que daba le recordaba la falta de su ropa interior, la humedad secándose entre sus muslos, la sensación de vacío que dejaba la ausencia de él. La falda de mezclilla le rozaba las piernas con una suavidad que ahora parecía una burla, un recordatorio constante de lo que había permitido que le hicieran. Los transeúntes pasaban a su lado sin sospechar nada, pero ella sentía que todos podían verlo, que todos sabían lo que había hecho en ese baño, lo que llevaba -o más bien, lo que no llevaba- bajo su ropa.
"¿Por qué me dejé hacer eso?", se preguntó por enésima vez, apretando los libros contra su pecho como si pudieran protegerla de sus propios pensamientos. Pero en el fondo, muy en el fondo, una parte de ella sabía la respuesta. Había algo en Alberto, en su forma de dominarla, de tratarla como si fuera su propiedad, que la hacía sentir más viva que nunca.
Al llegar a casa, corrió directamente al baño. Necesitaba lavarse, necesitaba borrar las huellas de él en su piel, aunque sospechaba que ninguna cantidad de agua caliente podría limpiar lo que él le había hecho sentir.
El vapor llenó el baño rápidamente, envolviendo su cuerpo en una neblina cálida que hacía brillar su piel. Fátima se miró en el espejo empañado, observando el reflejo distorsionado de su figura delgada pero curvilínea. El agua corría por su cuello, bajando por sus hombros estrechos hasta sus senos generosos, que parecían más pesados de lo normal, como si el día los hubiera cargado con culpa. Sus pezones, todavía sensibles, se endurecían bajo el contacto del agua.
Las manos de Fátima siguieron el camino del jabón por su vientre plano, deteniéndose involuntariamente entre sus piernas, donde el recuerdo de Alberto seguía vivo. Se mordió el labio al sentir lo sensible que estaba allí, lo hinchado que quedó todo después de lo ocurrido.
"Debería odiar esto...", pensó, pero sus dedos se demoraron un segundo más de lo necesario antes de seguir lavándose.
El agua arrastró la espuma por sus piernas largas y bien formadas, limpiando simbólicamente las marcas invisibles que él le había dejado. Pero cuando cerró los ojos, solo pudo ver su sonrisa burlona, sentir sus manos ásperas en su piel.
Envuelta en una toalla, con el cabello todavía goteando, Fátima se dejó caer en su cama justo cuando su teléfono vibró. Un escalofrío le recorrió la espalda antes siquiera de mirar la pantalla. Sabía quién era.
"Desde hoy debes mandarme una foto en ropa interior diario antes de acostarte."
—Esto es absurdo —murmuró, arrojando el teléfono a la cama como si le hubiera quemado los dedos.
Pero incluso mientras protestaba, sus piernas se cerraron involuntariamente, presionando una contra otra para aliviar la repentina tensión que sentía. Miró el reloj. Las 10:30 PM. "Todavía tengo tiempo", pensó, aunque no estaba segura de si se refería a cumplir o a rebelarse contra su orden.
Sin darse cuenta cómo, Fátima estaba ya de pie frente a su armario, revolviendo entre la ropa interior que rara vez usaba. Su mano se detuvo en un conjunto negro de encaje que había comprado por capricho y nunca se había atrevido a ponerse.
"¿En serio voy a hacer esto?", se preguntó, pero sus manos ya estaban desatando la toalla, dejándola caer al suelo.
El encaje negro contrastaba hermosamente con su piel pálida, acentuando cada curva de su cuerpo juvenil. Fátima se miró en el espejo de cuerpo entero de su habitación, girando lentamente para apreciar cómo la tela apenas cubría sus nalgas redondas, cómo el corpiño elevaba sus senos, haciendo que se vieran incluso más grandes de lo normal.
El teléfono en modo cámara se sintió como un objeto pesado en su mano. Primero intentó unos ángeles sencillos, de pie frente al espejo, pero algo en ella quería hacerlo bien, quería... impresionarlo.
Apoyando el teléfono en la mesa de noche, puso el temporizador y se colocó en la cama, recostada de lado, una mano jugueteando con el borde de su braguita mientras la otra sostenía su peso. El flash capturó la imagen perfectamente: la curva de su cintura, la red de la media de encaje contra su muslo, la expresión entre tímida y sensual en su rostro.
Sin darse tiempo a arrepentirse, envió la foto.
La respuesta fue casi inmediata.
"Buena putita. Mañana trae pollera puesta que me gusta cómo te quedan."
—¡Hijo de puta! —gritó Fátima al vacío de su habitación, arrojando el teléfono contra los cojines de su cama.
Pero el daño ya estaba hecho. Entre sus piernas ardía, y sus dedos, casi por voluntad propia, comenzaron a deslizarse bajo el encaje negro, encontrando la humedad que había estado acumulándose desde que leyó su mensaje.
—Maldito seas... —murmuró, pero sus dedos ya estaban moviéndose en círculos lentos sobre su clítoris sensible.
Cerró los ojos, imaginando sus manos en lugar de las suyas, su voz susurrándole al oído todas las cosas sucias que le haría mañana, y cómo, a pesar de sus protestas, ella terminaría obedeciendo.
Y cuando el orgasmo la golpeó, ahogó un grito en su almohada, maldiciendo su nombre mientras su cuerpo se sacudía con la prueba irrefutable de que, por más que lo negara, ya era suya
El despertador sonó demasiado temprano para Fátima, cuyo cuerpo aún pesaba por las tres veces que se había tocado la noche anterior, cada orgasmo más intenso que el anterior, cada uno acompañado de la imagen de Alberto en su mente. Se frotó los ojos con los nudillos, sintiendo cómo las sábanas se pegaban a su piel sudorosa. El recuerdo de sus propios gemidos ahogados en la almohada la hizo sonrojarse, incluso ahora, a la luz del día.
El baño matutino fue rápido, casi mecánico. El agua fría no logró borrar el calor que sentía en las mejillas ni el hormigueo persistente entre sus piernas. Mientras se secaba frente al espejo, sus ojos se posaron en las marcas tenues que aún conservaba en sus muñecas, donde él la había sujetado con fuerza.
"¿Qué me hará hoy?", pensó, mordiendo el labio inferior mientras una mezcla de anticipación y nerviosismo le revolvía el estómago.
Su armario parecía más pequeño de lo normal cuando comenzó a buscar algo que usar. Sabía que Alberto esperaba algo de ella, que su orden de llevar falda no había sido una sugerencia. Sus dedos pasaron por varias opciones antes de detenerse en una falda plisada de color azul marino, más corta de lo que normalmente usaría para la escuela, pero lo suficientemente discreta como para no llamar demasiado la atención. La combinó con una blusa blanca ajustada y medias altas que llegaban justo por debajo de la rodilla, dejando un pequeño espacio de piel desnuda que sabía que él notaría.
"Esto es ridículo", murmuró para sí misma mientras se ajustaba la falda frente al espejo, girando para asegurarse de que no fuera demasiado reveladora. Pero en el fondo, una parte de ella disfrutaba de la idea de que Alberto la viera así, de saber que, bajo la apariencia de una estudiante modelo, llevaba la marca invisible de su sumisión.
El camino a la escuela fue una tortura. Cada paso que daba hacía que la falda se moviera ligeramente, rozando sus muslos de una manera que la hacía consciente de cada centímetro de su cuerpo. Los transeúntes pasaban a su lado sin sospechar nada, pero ella sentía que todos podían ver a través de ella, que todos sabían lo que había hecho, lo que era.
Las primeras horas de clase transcurrieron con una normalidad inquietante. Fátima intentó concentrarse en las lecciones, en los murmullos de sus compañeros, en cualquier cosa que no fuera la posibilidad de que Alberto apareciera en cualquier momento. Pero el teléfono permaneció inusualmente silencioso, sin mensajes, sin órdenes.
Hasta que el altavoz de la escuela cobró vida.
—Fátima Martínez, favor de presentarse en la oficina del director de inmediato— anunció una voz impersonal que resonó en cada salón.
Fátima sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Las miradas de sus compañeros se posaron en ella, curiosas pero inocentes, mientras ella se ponía de pie con las mejillas ardiendo.
"¿Cómo se atreve llamarme así?", pensó, furiosa y avergonzada al mismo tiempo. Pero nadie más parecía encontrar algo extraño en la situación. Para ellos, era solo otra estudiante llamada a la oficina del director. Solo ella sabía la verdad.
La oficina de Alberto era más grande de lo que había imaginado, con estantes llenos de libros que nunca leería y un escritorio imponente que dominaba la habitación. Cuando entró, él estaba sentado, escribiendo algo con calma, como si no hubiera sido él quien la había llamado. Pero en cuanto la puerta se cerró detrás de ella, se puso de pie, revelando toda su figura: bajo, con una barriga prominente que estiraba ligeramente su camisa, su rostro marcado por años de malas decisiones y una calvicie incipiente que intentaba disimular con un peinado demasiado cuidado. Nada de lo que la sociedad consideraría atractivo. Y sin embargo, cuando sus ojos oscuros se posaron en ella, Fátima sintió ese mismo escalofrío que la había consumido en el motel.
—Buenos días, mi puta— dijo, sin ningún preámbulo, como si fuera el saludo más natural del mundo.
Fátima apretó los puños, deseando tener el valor de insultarlo, de gritarle, de hacer algo. Pero en lugar de eso, sus labios apenas se movieron para formar las palabras:
—Buenos días, director.
Alberto sonrió, satisfecho, y se acercó a ella con pasos lentos, deliberados. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, sus manos se posaron en sus caderas, recorriendo su cuerpo con una familiaridad que hizo que Fátima contuviera el aliento.
—Qué bonita te ves hoy— murmuró, sus dedos subiendo por su espalda hasta deslizarse bajo su blusa, tocando la piel desnuda que había allí—. Sabía que vendrías vestida como la putita que eres.
Fátima cerró los ojos, sintiendo cómo sus manos exploraban cada curva, cada centímetro de su cuerpo, como si fuera su derecho.
—Hoy voy a jugar con tus duras nalgas— anunció, su voz baja pero llena de una promesa que hizo que Fátima temblara.
Y en ese momento, supo que no importaba cuánto protestara, cuánto intentara negarlo, ya no había vuelta atrás. Ella era suya, y él no tenía intención de dejarla ir.
El escritorio de Alberto era frío contra el vientre de Fátima cuando él la empujó sobre él, doblando su cuerpo con una facilidad que demostraba cuán acostumbrado estaba a manejar cuerpos jóvenes. La madera pulida olía a limpiador barato y a ambición, un contraste extraño con lo que estaba a punto de ocurrir allí. Fátima sintió cómo sus manos temblaban al agarrarse del borde del mueble, sus nudillos blanqueando por la presión.
—No te muevas— ordenó Alberto, su voz grave resonando en la oficina vacía.
Ella no tuvo tiempo de responder antes de que sus dedos engancharan el borde de su falda azul marino, levantándola con un movimiento brusco que dejó al descubierto la tanga negra que había elegido esa mañana, sabiendo que él la vería. Pero en lugar de elogios, lo que siguió fue el sonido crujiente de la regla de madera al ser levantada, y luego el impacto repentino contra sus nalgas.
—¡Aaah!— gritó Fátima, el dolor agudo y ardiente extendiéndose como fuego bajo su piel.
Alberto no le dio tiempo para recuperarse.
—Tranquila— dijo, acariciando la zona enrojecida con una mano mientras con la otra sostenía la regla con firmeza—. Esto es para que no olvides tu lugar.
El segundo azote llegó con la misma fuerza, esta vez un poco más abajo, donde las nalgas se encontraban con los muslos. Fátima apretó los dientes, pero un gemido escapó de sus labios de todos modos.
—Mmmph…—
No era solo dolor. No podía ser solo dolor, porque cada golpe enviaba una oleada de calor entre sus piernas, una humedad que no podía controlar.
—¿Te gusta, putita? — preguntó Alberto, trazando círculos con la punta de la regla sobre su piel ahora sensible.
Fátima negó con la cabeza, pero su cuerpo la delataba.
—No…— murmuró, aunque sus caderas se arqueaban levemente, buscando más.
Alberto sonrió y continuó, alternando entre azotes fuertes y caricias crueles, hasta que las nalgas de Fátima estuvieron completamente rojas, marcadas por su dominio.
Antes de que ella pudiera protestar, Alberto sacó su teléfono y comenzó a tomar fotos, capturando cada ángulo de su vergüenza.
—Sonríe— ordenó, y cuando ella no lo hizo de inmediato, le dio otro azote, esta vez en el interior del muslo.
—¡Ah! ¡Sí, sí! — gimió, forzando una sonrisa temblorosa mientras las lágrimas asomaban en sus ojos.
El sonido del obturador del teléfono se mezcló con sus jadeos, cada clic inmortalizando su sumisión.
Pero Alberto no estaba satisfecho. Con movimientos rápidos, desabrochó su propio pantalón y la penetró sin previo aviso, aprovechando la humedad que ya había entre sus piernas.
—¡Dios! — gritó Fátima, sus uñas clavándose en el escritorio.
Era más grande de lo que recordaba, más grueso, y cada centímetro que entraba en ella la estiraba de una manera que la hacía sentir invadida, poseída.
—Dime lo que eres— exigió él, agarrándola de las caderas para clavar sus dedos en su carne.
—Soy… soy tu puta— jadeó, sintiendo cómo sus palabras la excitaban aún más.
—Más fuerte.
—¡Soy tu puta! — repitió, esta vez sin poder contener el volumen.
Alberto aumentó el ritmo, cada embestida más fuerte que la anterior, golpeando un punto dentro de ella que la hacía ver estrellas.
—¿Quién te hace sentir así? — preguntó, su voz ronca por el esfuerzo.
—¡Tú, sólo tú! — gritó Fátima, perdida en el éxtasis.
El orgasmo la golpeó sin piedad, haciendo que su cuerpo se convulsionara alrededor de él. Alberto no tardó en seguirla, vaciándose dentro de ella con un gruñido animal.
Jadeando, los dos comenzaron a arreglarse en silencio. Fátima se ajustó la falda con manos temblorosas, sintiendo cómo el líquido de Alberto se escapaba por sus muslos. Alberto se abrochó el pantalón con calma, como si acabara de tener una reunión de negocios.
Fue en ese momento que la puerta de la oficina se abrió.
—Buenos días, amor— dijo una voz femenina, dulce pero firme.
Fátima se congeló, sus ojos encontrándose con los de la esposa de Alberto, una mujer elegante de mediana edad que los miraba con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
El aire se espesó, cargado de secretos y peligro. Y Fátima supo que su juego de sumisión apenas comenzaba.
Continuara...

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