Diploma en Sumisión Avanzada - Parte 2

 


El reloj de pared avanzaba con lentitud exasperante mientras Fátima fingía prestar atención a la clase de matemáticas. Los números y fórmulas se mezclaban en su mente con imágenes de aquella mañana, con la mirada oscura de Alberto clavada en ella desde el escenario. "No me puede pasar esto", pensó, mordiendo el extremo de su bolígrafo hasta dejar marcas de dientes en el plástico. Era absurdo, imposible. El mismo hombre que la había poseído con brutalidad en un motel ahora era el director de su escuela. La vida le estaba jugando una broma cruel. 


El primer recreo llegó como un alivio momentáneo. Fátima salió al pasillo, perdida entre el bullicio de estudiantes, cuando de pronto lo vio. Alberto caminaba hacia ella con la autoridad de quien gobierna un territorio, su traje impecable contrastando con las miradas curiosas de los alumnos que se apartaban a su paso. Sus ojos se encontraron por un instante, pero él la miró con frialdad, como si fuera una desconocida, como si aquella noche de sudor y gemidos nunca hubiera existido. 


"¿En serio va a fingir que no me conoce?", pensó, sintiendo un ardor repentino en el pecho. La indiferencia de él le molestó más de lo que estaba dispuesta a admitir. "Pero... ¿qué esperaba? ¿Qué me saludara como si fuéramos amantes?", se reprochó a sí misma, confundida por su propia reacción. 


El mensaje llegó cerca del mediodía, cuando estaba sentada en el patio, fingiendo leer un libro. Su celular vibró en su bolsillo, y al ver la notificación, un escalofrío le recorrió la espalda. 


"Ven al baño de profesores a las 3 PM." 


Simple. Directo. Como una orden. 


Fátima apretó el teléfono con fuerza, como si temiera que alguien más pudiera verlo. "Querrá decirme que no le cuente a nadie", se dijo, tratando de racionalizar la situación. "No lo pienso hacer... ¿O sí?". La idea de enfrentarlo le provocaba una mezcla de miedo y algo más, algo que no quería nombrar. 


Las horas que siguieron fueron una tortura. Cada minuto que pasaba la acercaba a las 3 PM, y sus pensamientos se volvían más caóticos. "¿Y si va a amenazarme? ¿Y si quiere repetir lo del motel? ¿Y si...?". Se mordió el labio, notando cómo su cuerpo respondía a ese último pensamiento con un calor indeseado entre las piernas. 


Cuando el reloj marcó la hora acordada, Fátima respiró hondo y se dirigió hacia el baño de profesores, un lugar al que ningún alumno debía entrar. Cada paso que daba resonaba en su mente como un tambor, anunciando su propia locura. "¿Qué estoy haciendo?", se preguntó por última vez antes de empujar la puerta. 


El baño estaba vacío, silencioso. Por un segundo, pensó que era una broma. Hasta que una mano la agarró con fuerza de la muñeca y la arrastró hacia el último cubículo. 


—¿Crees que esto es un juego? — susurró Alberto contra su oído, su voz tan áspera como ella recordaba. 


Fátima intentó soltarse, pero sus dedos eran como esposas. 


—¡Suéltame! — dijo, aunque su voz sonó más débil de lo que pretendía. 


Alberto no respondió. En lugar de eso, con movimientos calculados, se bajó el cierre de su pantalón. 


—Chúpamelo— ordenó, como si estuviera pidiendo algo tan simple como la hora. 


Ella parpadeó, atónita. 


—No... no soy una cualquiera— protestó, aunque el temblor en sus palabras delataba su nerviosismo. 


Alberto se rió, un sonido bajo y cargado de superioridad. 


—Yo sé lo que eres— dijo, acercándose más, hasta que su aliento cálido rozó su mejilla. —No me lo tienes que ocultar. 


Antes de que pudiera reaccionar, su mano libre se estrelló contra sus nalgas con una nalgada que resonó en el cubículo. 


—Chupa— repitió, esta vez con un tono que no dejaba espacio para negativas. 


Fátima tragó saliva, sintiendo cómo su cuerpo respondía a pesar de sí misma. 


—No soy tu puta— murmuró, pero incluso ella escuchó la falta de convicción en sus palabras. 


Alberto se río de nuevo, esta vez agarrándola de ambas muñecas y empujándola contra la pared del cubículo. 


—Desde hoy lo eres— declaró, como si estuviera anunciando un hecho irrevocable. 


Y en ese momento, Fátima supo que no había vuelta atrás. 


"Se lo chupo rápido y listo", se repitió Fátima mentalmente, como si esas palabras pudieran convertirse en un escudo contra la realidad de lo que estaba a punto de hacer. Pero en el fondo, muy en el fondo, una parte de ella reconocía la verdad incómoda: lo deseaba. Aquel hombre la había tratado como a una puta en el motel, la había usado y descartado, y, sin embargo, el recuerdo de sus manos ásperas y su voz dominante la hacía temblar de anticipación. 


Arrodillarse fue una derrota. No solo física, sino moral. Sentir el frío del suelo del baño contra sus rodillas, ver cómo la falda de mezclilla se arrugaba bajo su peso, cómo sus manos temblaban al posarse sobre sus propios muslos... Todo era una confirmación silenciosa de que, por más que intentara negarlo, estaba entregándose. 


—Abre la boca— ordenó Alberto, sujetando su mentón con los dedos con la misma autoridad con la que hablaba frente al auditorio. 


Fátima obedeció, y en segundos sintió el peso de su miembro en su lengua. Era más grande de lo que recordaba, más grueso, y el sabor salado de su piel la hizo arrugar la nariz por un instante. 


—No te detengas— gruñó él, enredando los dedos en su cabello castaño para guiarla. 


Ella intentó acomodarlo en su boca, pero apenas podía cubrir la mitad. Los labios se le estiraban hasta doler, y cada vez que intentaba retroceder, la presión de sus manos en su cabeza la obligaba a avanzar de nuevo. 


—Mmmph— gimió, sintiendo cómo la saliva se acumulaba en las comisuras de su boca, escapando en hilos que caían sobre su propio uniforme. 


"Esto es asqueroso... ¿Por qué me excita tanto?", pensó, notando con vergüenza cómo sus propias bragas se empapaban a pesar de la incomodidad. 


Los sonidos húmedos de su boca trabajando llenaban el cubículo, acompañados por los jadeos entrecortados de Fátima cada vez que él empujaba más profundo, rozando su garganta. 


—Así, putita— murmuró Alberto, observando cómo luchaba por respirar entre cada embestida. —Sabes que esto es lo único para lo que sirves. 


En ese momento, la puerta del baño se abrió. 


Fátima se paralizó, los ojos abiertos como platos, pero Alberto no se inmutó. Al contrario, apretó su agarre en su cabello y la obligó a continuar. 


—Sigue— ordenó en un susurro, tan bajo que solo ella podía escucharlo. 


El sonido de pasos se acercaba, junto con el silbido distraído de quien acababa de entrar. Era otro profesor, uno que no sospechaba lo que ocurría en el último cubículo. 


Fátima quería desaparecer. Cada movimiento de su boca, cada gemido ahogado, cada sacudida de Alberto que la hacía tragar saliva, todo era una humillación que, para su horror, solo avivaba el fuego entre sus piernas. 


Para empeorar las cosas, Alberto comenzó a desvestirla con manos expertas. El botón de su blusa saltó, revelando el escote que ya conocía tan bien. 


—Mira cómo te pones— dijo en voz baja, pellizcando uno de sus pezones duros a través del sostén. —Hasta con alguien al lado, no puedes evitar ser una zorra. 


Ella no pudo responder. No podía hacer nada más que seguir moviéndose, sintiendo cómo su propio cuerpo la traicionaba, cómo cada insulto la hacía más húmeda. 


Los sonidos en los cubículos vecinos continuaron, pero Fátima ya no podía distinguir entre el miedo y la excitación. Solo sabía que estaba al borde, que cada movimiento de Alberto la llevaba más cerca del abismo. 


Hasta que finalmente, con un gruñido ahogado, él llegó al límite. 


—Traga— fue lo único que dijo antes de vaciarse en su boca. 


Fátima lo hizo, con lágrimas en los ojos, pero sin protestar. 


Alberto no le dio tiempo a reaccionar. Antes de que Fátima pudiera siquiera ajustar su blusa desabotonada, sus manos ásperas ya la estaban volteando contra la fría pared del cubículo. El contacto del azulejo helado contra su piel caliente la hizo estremecer, pero no tanto como lo que siguió. 


—No creas que con chupármela ya cumpliste —murmuró contra su nuca, mientras sus dedos se enredaban en el borde de su falda de mezclilla y la levantaban sin ceremonia—. Esto es lo que realmente querías, ¿verdad, putita? 


Fátima no respondió. No podía. Su boca estaba seca, su corazón latía como un animal enjaulado, y entre sus piernas ardía con una humedad vergonzosa. Cuando sintió el roce de su miembro ya erecto otra vez contra sus nalgas, un gemido escapó de sus labios. 


—Shhh —le ordenó él, tapándole la boca con una mano mientras con la otra guiaba su miembro hacia su entrada—. No quieres que te escuchen, ¿o sí? 


El primer empujón fue brutal. Fátima ahogó un grito en la palma que la silenciaba mientras sentía cómo la estiraba, cómo la llenaba de una manera que ningún chico de su edad había logrado. 


—Mierda... qué apretada sigues —gruñó Alberto, clavándose hasta el fondo—. Pero eso se arregla. 


Cada embestida era una mezcla de dolor y placer que la hacía ver estrellas. Las paredes del baño resonaban con el sonido de sus cuerpos chocando, con los jadeos ahogados de ella, con los gruñidos guturales de él. 


—Dime que eres mi puta —exigió, agarrándola de la cintura para clavar sus dedos en su carne—. Dilo. 


Fátima, perdida en la bruma del placer, apenas podía pensar. 


—Soy... soy tu puta —jadeó, sintiendo cómo la humillación avivaba el fuego en su vientre. 


— más fuerte. 


—¡Soy tu puta! —gimió, esta vez sin poder contener el volumen de su voz. 


Alberto sonrió, satisfecho, y aumentó el ritmo. Fátima sintió cómo sus piernas temblaban, cómo su cuerpo se tensaba, cómo el orgasmo la arrastraba sin permiso. 


—¡Ah, Dios! —gritó, olvidándose por completo del riesgo de ser escuchada. 


Él no tardó en seguirla. Con un último empujón brutal, la llenó, marcándola por dentro como ya la había marcado por fuera. 


Vestirse fue un proceso incómodo. Sus manos temblaban tanto que apenas podía abrocharse la blusa. Alberto, ya impecable en su traje de director, observaba con una sonrisa burlona mientras guardaba sus bragas empapadas en el bolsillo de su saco. 


—Esto me lo quedo —dijo, acariciando la tela húmeda antes de guardarla—. Un recuerdo. 


Fátima no protestó. No podía. Cada paso que daba hacia la puerta del baño le recordaba lo que acababa de pasar, lo que llevaba entre las piernas, lo que faltaba bajo su falda. 


El pasillo hasta su salón fue una tortura. Cada mirada que recibía, cada risa lejana, le hacía preguntarse si sabrían. Si notarían cómo caminaba con las piernas ligeramente abiertas, si verían el brillo húmedo en sus muslos, si olfatearían el sexo en su piel. 


Cuando finalmente llegó —tarde, por supuesto—, todos los ojos se volvieron hacia ella. 


—Disculpe la demora —murmuró, evitando la mirada del profesor. 


Pero al sentarse, su teléfono vibró. Un mensaje. 


"Recuerda que eres mi puta." 


Fátima apretó las piernas, sintiendo cómo, una vez más, la humillación la hacía mojarse. 



Continuara... 

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