Fátima estaba recostada sobre su cama, el suave resplandor de su celular iluminando su rostro en la penumbra de su habitación. Sus dedos se deslizaban con rapidez sobre la pantalla, escribiendo y borrando mensajes en la aplicación de citas. No era la primera vez que hablaba con hombres mayores, pero esta vez sentía una emoción distinta, un cosquilleo en el estómago que no podía ignorar. El nombre en la pantalla decía Alberto Camacho Castillo, un hombre de cincuenta y cinco años, moreno, bajito, con una barriga prominente y una calvicie incipiente. Nada que la sociedad considerara atractivo, pero eso precisamente la excitaba.
"¿Qué pensarían mis compañeras si supieran que estoy a punto de encontrarme con un hombre que podría ser mi padre?", pensó, mordiendo su labio inferior. El año pasado había sido una pesadilla; la enfermedad la había consumido, alejándola de la escuela, de sus amigos, de todo. Ahora, a punto de reintegrarse a un salón lleno de extraños, quería vivir algo que la hiciera sentir viva. Y Alberto, con su apariencia ordinaria y su lenguaje directo, era la fantasía perfecta.
Después de ultimar los detalles, Fátima se levantó de la cama y se dirigió al baño. El agua caliente corrió por su cuerpo, limpiando no solo su piel, sino también cualquier rastro de duda. Se miró en el espejo empañado, observando su reflejo: cabello castaño largo y liso, cayendo como una cascada sedosa sobre sus hombros. Su rostro era delicado, de facciones suaves, con unos ojos marrones tan grandes que parecían devorar todo a su alrededor. Su figura era delgada, casi frágil, pero con curvas inesperadas: unos senos generosos que contrastaban con su torso estrecho.
Se vistió con cuidado—un vestido negro ajustado que apenas le cubría los muslos, medias de red y unos tacones que hacían eco en el piso de su habitación. No quería parecer demasiado obvia, pero tampoco iba a esconder sus intenciones. Con un último vistazo al espejo, salió de su casa, caminando con determinación hacia el lugar del encuentro.
—No quiero que nadie me vea— murmuró para sí misma, evitando las miradas curiosas de los vecinos.
A dos cuadras de su casa, un auto viejo pero bien cuidado estaba estacionado. Detrás del volante, Alberto la esperaba, sus ojos oscuros escudriñándola desde el momento en que la vio acercarse. Fátima sintió un escalofrío al notar la intensidad de su mirada.
—Sube— dijo él, sin saludar, sin sonreír. Su voz era áspera, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes.
Fátima tragó saliva y obedeció, cerrando la puerta tras de sí. El interior del auto olía a tabaco y a colonia barata, pero algo en esa mezcla la hizo sentir extrañamente cómoda.
—Pensé que iríamos a cenar o algo así— comentó, jugueteando con el borde de su vestido.
Alberto arrancó el auto sin mirarla.
—No estamos aquí para perder el tiempo, nena— respondió, su tono dejando claro que no había lugar para discusiones.
Fátima se recostó en el asiento, sintiendo cómo el morbo crecía dentro de ella. No había fingimientos, ni juegos, solo la cruda realidad de lo que iba a pasar.
Para su sorpresa, no se dirigieron a un restaurante ni a un parque. En cambio, Alberto condujo hacia las afueras del centro, deteniéndose frente a un motel discreto, pero inequívocamente destinado a encuentros como el suyo.
—Hora de divertirse, nena— dijo él, apagando el motor y mirándola por primera vez con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Fátima sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Esto era real. Iba a pasar la noche con un hombre que no tenía interés en cortejarla, solo en poseerla. Y eso, más que ninguna otra cosa, la tenía al borde del éxtasis.
El estacionamiento del motel estaba mal iluminado, con faroles que parpadeaban como si dudaran en revelar lo que ocurría bajo su tenue luz. Fátima sintió el sudor frío en sus palmas cuando Alberto, sin decir palabra, tomó su mano con firmeza y la guía hacia una de las habitaciones. Su agarre era fuerte, casi posesivo, como si ya la considerara suya.
"Me lleva como a una niña", pensó, y el contraste entre su juventud y su sumisión ante este hombre mayor, gordito y poco agraciado, le provocó un escalofrío de excitación. Cada paso que daba hacia esa puerta cerrada la acercaba más a lo desconocido, a la fantasía que había imaginado tantas veces en la intimidad de su cuarto.
—Entra— ordenó Alberto, abriendo la puerta y empujándola suavemente hacia adentro.
El cuarto era exactamente como ella lo había imaginado: una cama grande con sábanas arrugadas, luces tenues que creaban sombras sensuales en las paredes, y un aroma a limpieza barata mezclado con algo más profundo, más primal. Antes de que pudiera acomodarse, sintió un golpe repentino en sus nalgas, seguido de un sonido seco que resonó en la habitación.
—¡Ah! — gritó, más por sorpresa que por dolor, llevando las manos instintivamente a donde él la había nalgueado.
—Muéstrame lo que tienes, nena— dijo él, cruzando los brazos y observándola con una mirada que no dejaba lugar a dudas.
Ella parpadeó, confundida.
—¿Qué? — preguntó, su voz un poco más alta de lo que pretendía.
—Baila para mí— repitió él, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—¿Qué? — volvió a exclamar, esta vez con genuina incredulidad. Nadie le había pedido algo así antes.
Alberto, sin inmutarse, sacó su celular y seleccionó una canción con un ritmo lento pero cargado de sensualidad. La música llenó la habitación, envolviéndolos en una atmósfera aún más erótica.
—Comienza— ordenó, apoyándose contra la pared y mirándola con ojos oscuros, expectantes.
Fátima tragó saliva. Nunca había bailado para alguien así, pero algo en la manera en que él la observaba, como si ya la estuviera desnudando con la mirada, la hizo moverse casi por instinto. Sus caderas comenzaron a mecerse al ritmo de la música, lentamente al principio, como si estuviera explorando su propio cuerpo bajo su atenta mirada.
Sus manos se deslizaron por su torso, acariciando su propio cuello antes de bajar hasta el escote de su vestido. Con un movimiento deliberado, lo jaló un poco hacia abajo, dejando al descubierto más de su piel.
"¿En qué me he metido?", pensó, mordiéndose el labio mientras sus dedos jugueteaban con el borde de su ropa interior, mostrando apenas un poco de sus bragas.
Alberto no apartaba la vista de ella, pero su expresión seguía siendo impasible, como si estuviera evaluando su desempeño. Fátima, sintiéndose más audaz, giró lentamente, arqueando la espalda para que su trasero quedara a la vista, moviéndolo en círculos pequeños, provocativos.
Pero antes de que pudiera continuar, Alberto se acercó con pasos largos y decididos. De un tirón, agarró su cabello, enredando sus dedos en los castaños mechones y jalando con suficiente fuerza para hacerla arquearse hacia atrás.
—Parece que nunca has estado con un hombre de verdad— dijo, su voz baja pero cargada de autoridad. —Si lo hubieras hecho, ya te habrías quitado toda esa ropa.
Fátima intentó protestar, sus manos volando instintivamente a su cabeza para tratar de aliviar el tirón.
—¡Duele! — dijo entre dientes, pero él no aflojó.
—Cállate— respondió, acercando su boca a su oído. —No estás aquí para quejarte.
Ella abrió los ojos, sorprendida por su brusquedad. "¿Todos los maduros son así?", se preguntó, pero no tuvo tiempo de encontrar una respuesta.
Con movimientos rápidos y precisos, Alberto la empujó contra la pared, su cuerpo aplastando el de ella contra la superficie fría. Antes de que pudiera reaccionar, sus labios se encontraron con los de él en un beso que no pedía permiso. Era duro, dominante, su lengua invadiendo su boca sin ceremonia.
Fátima jadeó cuando finalmente se separaron, sus labios hinchados por la intensidad.
—No tan rudo— murmuró, tratando de recuperar el aliento.
Alberto no respondió con palabras. En lugar de eso, sus dedos encontraron uno de sus pezones a través del delgado tejido de su vestido, pellizcándolo con suficiente fuerza para hacerla gemir.
—Los hombres de verdad lo hacemos así— dijo, su voz grave, dejando claro que no había espacio para negociaciones.
Fátima sintió cómo su cuerpo respondía a pesar de sí misma, el dolor mezclándose con un placer que nunca había experimentado. Alberto no era un hombre que pidiera, que rogara. Tomaba lo que quería, y en ese momento, lo que quería era ella.
El vestido negro que tan cuidadosamente había elegido Fátima no duró ni cinco minutos en su cuerpo. Alberto no tenía paciencia para deslizar cremalleras o desatar nudos; sus manos eran rápidas, rudas, decididas. Con un solo movimiento, agarró el escote y tiró hacia abajo, haciendo que la tela se rasgara con un sonido crujiente que hizo estremecer a la joven.
—¡Espera!— alcanzó a decir ella, pero sus palabras se ahogaron cuando él le arrancó el vestido por completo, dejándola solo en sus medias de red y sus bragas diminutas.
El aire frío de la habitación rozó su piel desnuda, pero la vergüenza duró menos de un segundo. La forma en que Alberto la miraba, con esos ojos oscuros que recorrían cada centímetro de su cuerpo, la hizo sentir más expuesta que nunca, pero también más deseada.
"Está mirándome como si fuera suya", pensó, y el solo hecho de saberlo le provocó un escalofrío húmedo entre las piernas.
Su cuerpo era una contradicción sensual: delgada, casi frágil, con caderas estrechas y una cintura que las manos de Alberto podrían casi rodear por completo. Pero sus senos, grandes y redondos, desproporcionados para su figura menuda, eran el centro de atención. Se erguían firmes, con pezones rosados y erectos por el deseo y el frío.
Alberto no perdió tiempo. Con un movimiento brusco, le arrancó las bragas, dejándolas colgando de un tobillo antes de deshacerse de ellas por completo.
—Mírate— dijo con voz ronca, obligándola a mirarse en el espejo del motel. —Mira cómo te pones por un viejo gordo.
Fátima tragó saliva, viendo su propio reflejo: mejillas enrojecidas, labios entreabiertos, pechos palpitando con cada respiración acelerada.
—No soy… no soy así— murmuró, pero su cuerpo la traicionaba.
Alberto no le creyó. Con un dedo, recorrió su abdomen hasta llegar a su sexo, ya empapado.
—Mentira de mierda— gruñó, hundiendo ese mismo dedo dentro de ella sin previo aviso.
Fátima gritó, arqueándose hacia adelante, pero él la sostuvo firme con su otra mano en la cadera.
—¿Ves?— dijo, moviendo el dedo con crueldad deliberada. —Estás chorreando por mí. A una putita como tú le encanta que la traten con dureza, ¿verdad?
Ella no supo qué responder. Nunca nadie la había hablado así, nunca nadie la había hecho sentir tan sucia… y tan viva.
—Creo… creo que sí— admitió entre jadeos, avergonzada pero excitada más allá de lo racional.
Alberto no necesitó más. Le retiró el dedo con un sonido húmedo y, sin ceremonias, la empujó contra la pared. El frío de la superficie contrastó con el calor de su piel cuando él, con un solo movimiento, bajó su propio pantalón y la penetró de golpe.
—¡Dios!— gritó Fátima, los ojos desorbitados por la sorpresa y el placer.
Era más grande de lo que había imaginado, más grueso, más invasivo. Cada centímetro que entraba en ella la estiraba, la llenaba de una manera que nunca antes había sentido.
—Así es, gime— le ordenó Alberto, agarrándola del cuello con una mano mientras con la otra la obligaba a arquearse más.
Fátima no pudo evitarlo. Cada embestida era una mezcla de dolor y placer, una brutalidad que la hacía sentir más viva que nunca. Sus uñas se clavaron en la pared, buscando algo a qué aferrarse mientras él la poseía sin piedad.
—Naciste para ser una putita— le susurró al oído, su voz cargada de desprecio y lujuria.
Y ella, perdida en el éxtasis, solo pudo responder:
—¡Sí! ¡Me encanta!
Alberto sonrió, satisfecho. Sabía que la tenía, que esta jovencita que había llegado con timidez ahora era suya por completo. Para sellarlo, inclinó la cabeza y mordió uno de sus pezones, con suficiente fuerza para dejar una marca.
Fátima gritó, pero no de dolor. La mezcla de dominación y placer la llevó a otro orgasmo, más intenso que el primero. Su cuerpo se estremeció, apretándose alrededor de él, pero Alberto no se detuvo.
Siguió moviéndose, cada embestida más fuerte que la anterior, hasta que finalmente, con un gruñido animal, llegó a su límite.
—Si quedas embarazada, te encargarás sola— dijo, vaciándose dentro de ella sin remordimientos.
Fátima apenas podía pensar. Su cuerpo estaba adolorido, marcado, pero nunca antes se había sentido tan satisfecha.
Alberto se separó de ella, dejándola temblorosa contra la pared.
—Recuéstate en la cama— ordenó. —Esto no ha terminado.
Y ella, sin dudarlo, obedeció.
Las tres horas que siguieron dentro de aquel cuarto de motel fueron un torbellino de sensaciones para Fátima. Alberto no fue un amante, fue un conquistador. No hubo caricias dulces ni palabras tiernas, solo posesión cruda y un dominio absoluto sobre su cuerpo. La joven experimentó cosas que ni siquiera había imaginado: manos ásperas que marcaron su piel, órdenes que la hicieron ruborizarse y obedecer, y una intensidad sexual que la dejó temblando. Cuatro veces llegó al orgasmo, cuatro veces él la arrastró al límite antes de dejarla caer en un abismo de placer.
"¿Cómo puede alguien tan... ordinario hacerme sentir esto?", pensó en algún momento entre gemidos, mientras sus uñas se clavaban en las sábanas arrugadas.
Pero todo, por intenso que fuera, tuvo un final. Alberto no era un hombre de despedidas emotivas. Una vez satisfecho, se vistió con la misma eficiencia con la que la había desnudado horas antes, y sin más, la llevó de vuelta a su casa en un silencio pesado. Ni un beso de despedida, ni una promesa de volver a verse. Solo un frío:
—Cuídate, nena.
Y así terminó su aventura. O al menos, eso creyó ella.
El inicio del año escolar se acercaba, y Fátima se preparaba con una mezcla de resignación y determinación. Había perdido un año por su enfermedad, y ahora, con dieciocho años recién cumplidos, tendría que terminar la secundaria rodeada de compañeros más jóvenes, de caras desconocidas.
"Tengo 18 años y estoy en la secundaria", se repetía a veces, sintiendo el peso del fracaso. Pero luego recordaba aquellas horas en el motel, el modo en que Alberto la había hecho sentir viva, y una sonrisa traviesa aparecía en sus labios. Valía la pena. Había cumplido su fantasía, había probado a un hombre mayor, dominante, y aunque la hubiera tratado como algo desechable, le había dado más placer que cualquier chico de su edad.
La mañana del primer día de clases, Fátima se miró en el espejo con atención. Quería verse bien, pero sin llamar demasiado la atención. Eligió una camiseta clara de manga corta, lo suficientemente ajustada para marcar su figura pero no provocativa. Una falda corta de mezclilla azul que dejaba al descubierto sus piernas esbeltas, y unas zapatillas deportivas blancas, cómodas para el largo día que le esperaba.
"Al menos me veo bien", pensó, ajustándose el escote con un último movimiento antes de salir de casa.
La escuela pública era un edificio grande, de paredes descascaradas y pasillos llenos de estudiantes riendo, gritando, renovando amistades después de las vacaciones. Fátima caminó entre ellos sintiéndose invisible, una extraña en un mundo que ya no era el suyo. No conocía a nadie, y nadie parecía notarla.
Siguió el flujo de estudiantes hacia el auditorio principal, donde el director daría el discurso de bienvenida. Se sentó en una de las últimas filas, deseando que todo terminara rápido.
Pero entonces, las luces del escenario se encendieron.
Y ahí estaba él.
Alberto Camacho Castillo, con un traje formal que no lograba ocultar su corpulencia, de pie frente al micrófono, mirando a la multitud de estudiantes con esa misma mirada oscura que ella recordaba demasiado bien.
—Buenos días a todos— dijo su voz grave, resonando en el silencio del auditorio. —Soy su nuevo director.
Fátima sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus manos se aferraron a los brazos de la silla, los nudillos blanqueando por la presión.
Él no la había visto aún. Hasta que, de pronto, como si una fuerza invisible lo guiara, sus ojos se encontraron con los de ella.
Y sonrió.
No una sonrisa amable, no una sonrisa profesional. Era una sonrisa macabra, llena de promesas oscuras, de secretos que solo ellos dos conocían.
Fátima contuvo la respiración.
"¿Qué diablos...?"
Alberto no apartó la mirada. Y en ese momento, supo que su aventura con el hombre maduro... no había terminado.
Al contrario.
Acababa de comenzar
Continuara...

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