El sol de la tarde caía con pereza sobre el patio de la casa, pintando de dorado los bordes de las macetas y el viejo sillón de mimbre donde Marta, la hermana mayor de Pablo, se acomodaba con un suspiro. Era una mujer de curvas generosas, con el cabello castaño recogido en un moño desordenado y una sonrisa cansada pero cálida. Pablo, sentado frente a ella, jugueteaba con su taza de café mientras escuchaba a su hermana hablar de su último turno en el hospital.
—No sabes lo agotador que es estar de pie tantas horas —se quejó Marta, estirando los brazos por encima de la cabeza—. Pero bueno, alguien tiene que pagar las cuentas.
—Siempre has sido increíblemente trabajadora —respondió Pablo, inclinándose un poco hacia adelante—. No sé cómo haces para criar a Eva sola y aún así mantener esa sonrisa.
Había admiración genuina en su voz, pero también algo más, algo que no habría podido definir incluso si hubiera querido. Desde que descubrió el BDSM, sus pensamientos habían comenzado a orbitar alrededor de la idea del control, de la sumisión, de la belleza intrincada del poder entregado y tomado. Y en ese momento, como si el universo hubiera decidido tentarlo, la puerta del patio se abrió.
Eva entró con la ligereza de quien no sabe que está siendo observada. Su cabello negro, lacio y brillante, caía como una cascada sedosa hasta la mitad de su espalda. Su rostro, redondo y de mejillas sonrosadas, conservaba esa dulzura infantil que contrastaba con el cuerpo pequeño pero bien formado que empezaba a florecer. Llevaba un shorts ajustado que acentuaba sus nalgas redondas y una blusa holgada que, cuando se movía, dejaba entrever la forma de sus pequeños pechos, firmes como dos medios limones.
Pablo contuvo el aire. La vio pasar frente a ellos, murmurando un "hola, tío" antes de desaparecer en la cocina. Pero en su mente, la imagen era distinta: Eva, de rodillas, con las muñecas atadas detrás de la espalda, esos ojos grandes mirándolo con una mezcla de temor y excitación. La imaginó gimiendo su nombre, sometida, entregada.
—Eva está cada día más linda —dijo Pablo, forzando su voz a permanecer casual mientras su hermana asentía con orgullo.
—Sí, ya es toda una mujer —respondió Marta, sin notar el fuego que ardía en la mirada de su hermano—. Aunque a veces todavía parece una niña.
Pablo no respondió. En su cabeza, los escenarios se multiplicaban: cuerdas alrededor de sus tobillos, su boca sellada con cinta, su piel temblorosa bajo sus manos. Sabía que era peligroso, que estaba cruzando una línea invisible, pero la tentación era demasiado dulce.
Cuando Eva regresó, llevando una bandeja con galletas recién horneadas, Pablo se inclinó hacia adelante con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—¿Qué has estado haciendo, princesa? —preguntó, usando ese tono condescendiente que tanto la hacía enojar.
—Estudiando —respondió ella, arrugando la nariz—. Los finales están a la vuelta de la esquina.
—Tendrás que tomarte un descanso pronto —dijo él, y aunque las palabras eran inocentes, había una promesa oculta en ellas, una que solo él entendía.
—Creo que debo volver a estudiar —dijo la joven, ajustándose una hebra de cabello detrás de la oreja con un gesto que denotaba cierta timidez.
Pablo, reclinado en su silla con las piernas estiradas, esbozó una sonrisa paternal, pero con un dejo de picardía.
—No deberías estudiar tanto, apenas tienes dieciocho años —respondió, su voz grave pero cálida, como si intentara convencerla de que la vida era más que libros y responsabilidades.
Eva le devolvió la sonrisa, y en ese momento, sus ojos brillaron con una mezcla de madurez y esa inocencia que aún no abandonaba por completo su expresión.
—Ya soy mayor, tío —dijo, jugueteando con el borde de su blusa—. Y como mujer adulta, debo ser responsable.
Pablo soltó una carcajada, un sonido profundo que resonó en el aire tranquilo del patio, y luego miró a su hermana Marta, buscando complicidad.
—Para premiar a tu mujer responsable, ¿qué te parece si hago unos cuantos sorrentinos y traigo unos buenos vinos? —propuso, con un guiño que delataba su entusiasmo por la idea.
Marta, quien hasta entonces había estado escuchando en silencio mientras revisaba su teléfono, alzó la vista y negó con la cabeza, aunque con una sonrisa de resignación.
—Me encantaría, Pablo, pero tengo el turno de noche en el hospital esta semana —explicó, levantándose de su asiento con movimientos rápidos, como si el tiempo siempre le persiguiera—. Pero ustedes pueden disfrutar.
Pablo asintió, fingiendo decepción, pero en realidad, su mente ya estaba trazando otro camino. Sus ojos se posaron de nuevo en Eva, estudiando su reacción.
—¿Te gustaría, Eva? —preguntó, su voz bajando un tono, casi como si la invitación fuera un secreto entre ellos.
Eva lo miró, y por un instante, pareció dudar. Luego, sus labios se curvaron en una sonrisa coqueta.
—Sí, pero... prefiero el vodka —confesó, con un tono juguetón que hizo que Pablo soltara otra risa, esta vez más íntima.
El hombre sabía que su hermana trabajaría toda la noche, y aunque no lo mencionó en voz alta, ese detalle no escapó a sus pensamientos. Su primer capo de vino, guardado cuidadosamente en la bodega, estaba casi listo para ser disfrutado, pero ahora, con la mención del vodka, la velada tomaba un giro diferente.
—Vodka, entonces —aceptó Pablo, levantándose de su asiento con una elegancia que contrastaba con su complexión robusta—. Pero no te quejes si mañana tienes resaca.
Eva rió, un sonido claro como el cristal, y se encogió de hombros.
—Soy una mujer adulta, recuerda —respondió, desafiante, pero con esa dulzura que hacía imposible tomarla completamente en serio.
Pablo la observó mientras se alejaba hacia la cocina, y por un momento, permitió que sus pensamientos vagaran libremente. Eva, con su cabello negro que brillaba bajo la luz del atardecer, su figura menuda pero llena de curvas sutiles, y esa mezcla de inocencia y audacia, era una presencia que, aunque familiar, comenzaba a despertar en él algo más complejo.
Marta, mientras recogía sus cosas para irse al hospital, lanzó una mirada fugaz a su hermano, como si intuyera algo en su expresión.
—No la emborraches demasiado —murmuró, solo lo suficiente para que él la escuchara.
Pablo fingió ofenderse, llevándose una mano al pecho con dramatismo.
—¿Yo? Jamás —respondió, pero había un brillo en sus ojos que tal vez delataba más de lo que hubiera querido.
Marta se despidió con un movimiento de cabeza y se marchó, dejando a Pablo y Eva solos en el patio, donde el aire comenzaba a enfriarse y las sombras se alargaban.
Eva, ahora más relajada en ausencia de su madre, se recostó en su silla y miró al cielo.
—¿De verdad vas a cocinar? —preguntó, con un escepticismo divertido.
Pablo se acercó a ella y, sin pensarlo dos veces, le pasó una mano por el cabello, un gesto que podía ser interpretado como cariño familiar... o algo más.
—Claro que sí —dijo, su voz baja, casi un susurro—. Pero primero, el vodka.
Eva no apartó la mirada, y en ese instante, algo intangible pero palpable pasó entre ellos. El patio, el cielo, incluso el sonido lejano de los pájaros, todo pareció detenerse.
—Perfecto —respondió ella, y en su sonrisa, Pablo encontró la confirmación de que la noche apenas comenzaba
El sol ya se había ocultado por completo cuando Pablo salió de la casa, dejando atrás el cálido ambiente del patio donde Eva y Marta seguían conversando. El aire de la noche era fresco, casi reconfortante, pero su mente estaba lejos de disfrutar de la brisa. Tenía un plan, uno que había estado gestando en silencio, alimentado por miradas furtivas y pensamientos que jamás se atrevería a verbalizar.
El supermercado estaba iluminado con luces demasiado brillantes, como si intentaran disuadir a cualquiera de cometer actos oscuros bajo su techo. Pero Pablo avanzó con determinación, su carrito de compras crujiendo sobre el piso de linóleo. Primero, los ingredientes para los sorrentinos: harina, huevos, carne molida, especias. Todo lo necesario para una cena casera, algo que parecería inocente, incluso cariñoso. Nadie sospecharía de un hombre comprando provisiones para cocinarle a su sobrina.
Luego, pasó por el pasillo de licores. Una botella de vodka, de esas que sabía que Eva prefería, fría y transparente como el hielo. También agarró unas latas de bebida energizante, recordando cómo a ella le gustaba mezclarlas, creando un cóctel burbujeante que la animaba y, con suerte, la relajaría lo suficiente para lo que él tenía planeado.
Pero fue en la ferretería donde su pulso se aceleró levemente. Las sogas, gruesas y resistentes, las eligió con cuidado, imaginando cómo se verían contra la piel pálida de Eva. La fusta, escondida entre otros artículos menores, la tomó casi con reverencia, pasando los dedos por el cuero suave mientras una sonrisa casi imperceptible se dibujaba en sus labios. Todo esto lo guardó en una bolsa aparte, lejos de los ingredientes de cocina, como si separar los objetos pudiera también dividir sus intenciones en compartimentos moralmente aceptables.
—Listo —murmuró para sí mismo al salir del supermercado, cargando las bolsas hacia su auto.
De vuelta en casa, Marta ya se preparaba para irse al hospital, ajustándose el uniforme mientras revisaba su bolso en busca de las llaves.
—¿Compraste todo? —preguntó sin mirarlo, ocupada en sus cosas.
—Sí, hasta el vodka que quería Eva —respondió Pablo, dejando las bolsas sobre la mesa de la cocina con un ruido sordo.
Marta asintió, y por un momento, sus ojos se posaron en la bolsa más grande, la que contenía las sogas y la fusta, pero no dijo nada.
—Cuida a Eva, ¿eh? No la dejes tomar demasiado —advirtió, aunque su tono era más rutinario que preocupado.
—No te preocupes, solo será una cena tranquila —mintió él, desviando la mirada hacia los ingredientes que comenzaba a sacar.
Marta se despidió con un beso en la mejilla y se marchó, dejando la casa en un silencio que a Pablo le pareció cargado de posibilidades.
Mientras amasaba la harina para la pasta, escuchó pasos suaves acercándose. Eva apareció en el umbral de la cocina, vestida con un short negro ajustado que destacaba sus piernas delgadas pero bien formadas, y un suéter holgado del mismo color que, sin embargo, no lograba ocultar completamente la forma de sus pequeños pero firmes pechos.
—Huele bien —comentó ella, apoyándose contra el marco de la purada con los brazos cruzados.
Pablo no pudo evitar dejar que su mirada recorriera su figura antes de responder.
—Los sorrentinos llevan su tiempo, pero valen la pena —dijo, añadiendo un puñado de harina extra a la masa para distraerse de sus pensamientos.
Eva se acercó, curiosa, y se subió a la barra de la cocina, balanceando las piernas como una niña. La inocencia del gesto contrastaba con la manera en que el short se ajustaba a sus muslos.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó, inclinándose un poco hacia adelante.
Pablo respiró hondo, sintiendo el aroma de su perfume mezclarse con el de la comida.
—Podrías prepararnos unos tragos —sugirió, señalando el vodka y las energizantes que había dejado a un lado—. Pero no te pases, eh.
Eva rió, saltando de la barra con agilidad.
—Soy más resistente de lo que crees —respondió, y comenzó a mezclar las bebidas con una habilidad que sugería que no era la primera vez que lo hacía.
Pablo observó cómo sus dedos ágiles destapaban las latas y vertían el vodka en los vasos, pero no tomó nada para sí mismo. Prefería mantener la mente clara, cada sorbo que Eva daba era un paso más hacia donde él quería llevarla.
—¿No tomas? —preguntó ella después de un trago, mirándolo con curiosidad.
—Prefiero esperar a que la comida esté lista —mintió nuevamente, revolviendo la salsa que ahora burbujeaba en la estufa.
Eva se encogió de hombros y tomó otro sorbo, más largo esta vez. Pablo notó cómo sus mejillas comenzaban a sonrojarse levemente, y supo que el alcohol empezaba a hacer efecto.
—¿Qué más planeas para esta noche? —preguntó Eva, jugueteando con el borde de su vaso.
Pablo dejó la cuchara y se acercó a ella, limpiándose las manos en el delantal.
—Oh, tengo unas cuantas ideas —respondió, su voz baja pero cargada de una intención que hizo que Eva lo mirara con una mezcla de curiosidad y algo más, algo que podría ser anticipación o nerviosismo.
Ella no respondió, pero tampoco apartó la mirada. El silencio entre ellos era espeso, como la salsa que seguía cocinándose a sus espaldas, prometiendo un final que solo uno de ellos conocía por completo.
La cena transcurrió con una aparente normalidad, aunque bajo la superficie latía una tensión que solo Pablo parecía percibir con claridad. Los sorrentinos, perfectamente cocidos y bañados en una salsa de tomate casera que había reducido hasta alcanzar un equilibrio entre lo dulce y lo ácido, fueron devorados con entusiasmo por Eva, quien entre bocado y bocado sorbía su mezcla de vodka y bebida energizante con una naturalidad que hacía pensar que no era la primera vez que combinaba ambas cosas. Pablo, por su parte, apenas probó su copa de vino, prefiriendo mantener los sentidos alerta mientras observaba cada gesto, cada sonrisa, cada movimiento inconsciente de su sobrina.
El ambiente era cálido, iluminado por la tenue luz de la lámpara colgante sobre la mesa, que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes. Fuera, la noche había cerrado por completo, envolviendo la casa en un silencio solo roto por el ocasional crujido de los cubiertos contra los platos o el tintineo del hielo en el vaso de Eva.
—Tío, ¿por qué tú no estudiaste nada? —preguntó Eva de repente, apoyando los codos sobre la mesa y mirándolo con esa curiosidad infantil que aún no había perdido del todo.
Pablo dejó el tenedor sobre el plato y se reclinó en la silla, cruzando las manos sobre el abdomen.
—Mi familia era humilde, Eva. No todos teníamos la suerte de poder dedicarnos solo a los libros —respondió, su voz grave pero sin rastro de amargura—. Teníamos que trabajar desde jóvenes. Tu madre lo sabía bien.
Eva asintió, bajando la mirada hacia su plato por un momento, como si reflexionara sobre esas palabras.
—Sí, mamá siempre ha sido muy trabajadora —murmuró, y luego alzó la vista de nuevo, con una sonrisa agradecida—. Por eso estoy tan agradecida de poder estudiar contabilidad. Sé que no es fácil para ella.
Pablo esbozó una sonrisa, pero había algo en ella que iba más allá de la satisfacción familiar.
—Bueno, igual ahora yo también estoy estudiando algo —dijo, jugueteando con el borde de su servilleta.
Eva arqueó una ceja, intrigada.
—¿Ah, sí? ¿Qué estudias?
—Nudos —respondió él, sin alterar el tono casual de la conversación.
Eva parpadeó, como si no estuviera segura de haber escuchado bien.
—¿Nudos? —repitió, con una risa incrédula pero genuinamente curiosa.
—Sí, nudos. Existen muchos tipos, cada uno con su propósito —explicó Pablo, y entonces, con una calma que contrastaba con el fuego que empezaba a arder en su mirada, añadió—: ¿Quieres que te muestre?
Eva, aún inocente ante la verdadera intención detrás de esa pregunta, asintió con entusiasmo
—¡Sí! Nunca he visto a nadie estudiar nudos.
Pablo se levantó de la mesa con movimientos deliberadamente pausados, como si cada gesto estuviera cuidadosamente calculado para no despertar sospechas.
—Espera aquí —dijo, y se dirigió hacia el rincón donde había dejado la bolsa del supermercado, esa que Marta no había revisado.
Eva lo observó con interés, sin imaginar lo que estaba a punto de suceder. Cuando Pablo regresó, llevaba en las manos una soga gruesa, de esas que había elegido con tanto esmero horas antes.
—Ponte de pie —ordenó, y aunque su voz aún sonaba amable, había una firmeza nueva en ella, una autoridad que no admitía discusión.
Eva, confiada, obedeció sin cuestionar, levantándose de la silla con esa gracia juvenil que tanto lo atraía.
—¿Así? —preguntó, ajustándose el suéter negro que ahora, bajo la luz tenue, parecía fundirse con la oscuridad de la habitación.
—Así —confirmó Pablo, y entonces, sin más explicaciones, comenzó.
—Esto es un nudo espiral —dijo, mientras sus manos, hábiles y seguras, envolvían la soga alrededor de las muñecas de Eva.
Ella al principio rió, como si todo fuera parte de un juego, pero cuando la soga comenzó a apretarse, cortándole el flujo de sangre lo justo para que notara la presión pero sin llegar a doler, su risa se desvaneció.
—Tío, esto es un poco raro —comentó, pero no intentó liberarse.
Pablo no respondió. En cambio, continuó con su tarea, enrollando la soga con una precisión que delataba práctica, llevando las muñecas de Eva hacia atrás, atándolas firmemente contra la espalda. El nudo era perfecto, diseñado para inmovilizar sin lastimar, al menos no físicamente.
—¿Qué... qué haces? —preguntó Eva ahora, y aunque su voz aún no reflejaba miedo, sí había una nota de confusión, de incertidumbre.
Pablo terminó de ajustar el nudo y luego, con un movimiento firme, le ordenó: —Arrodíllate.
Eva parpadeó, como si las palabras no hubieran terminado de procesarse en su mente.
—¿Qué?
—Dije que te arrodilles —repitió Pablo, y esta vez su voz no dejaba espacio para dudas. Era una orden, no una sugerencia.
Eva lo miró, y por primera vez esa noche, algo en su expresión cambió. No era miedo todavía, tal vez solo incredulidad, pero obedeció. Lentamente, doblando las rodillas hasta que estas tocaron el suelo, se arrodilló frente a él, con las manos aún atadas a la espalda.
Pablo la observó desde arriba, y en ese momento, sintió cómo su propio cuerpo respondía a la escena. Su miembro, que hasta entonces había permanecido en un discreto silencio, comenzó a ajustarse contra el tejido de su pantalón, una reacción involuntaria pero profundamente satisfactoria.
Eva, ahora completamente sometida, alzó la vista hacia él, y en sus ojos comenzaba a formarse una pregunta, una comprensión tardía de que aquella noche no terminaría como ella había imaginado. Pero para entonces, ya era demasiado tarde.
Continuara...

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