Los gemidos de Rita - Parte final.

 


El aire olía a rosas marchitas y tierra húmeda cuando Joaquín empujó la puerta del invernadero con una bota de cuero italiano, sus ojos estrechos escaneando cada rincón hasta encontrarlos a ellos, a Gonzalo con los pantalones abajo y Rita montándolo como si fuera suyo, como si siempre lo hubiera sido, sus pechos pequeños rebotando con cada movimiento, su falda arrugada en la cintura, las manos de él hundidas en su culo como garras 

—¿Qué mierda es esto? —la voz de Joaquín cortó el aire como un cuchillo 

Rita no se detuvo, no se avergonzó, solo giró la cabeza lentamente, el cabello pegado a su nuca por el sudor, los labios hinchados de besos y mordidas 

—Lo que parece hermanito —dijo mientras bajaba con deliberada lentitud, haciendo que Gonzalo gruñera, sus dedos se aferraran más fuerte a sus caderas —¿Nunca te han enseñado a tocar antes de entrar? 

Joaquín palideció, luego enrojeció, la mano derecha temblándole al costado como si buscara algo con que golpear, con qué matar 

—Vas a pagar por esto basura —le escupió a Gonzalo, pero fue Rita quien saltó de su regazo, todavía desnuda de la cintura para abajo, el sexo hinchado y brillante entre sus piernas, caminando hacia su hermano como una gata enfurecida 

—Toca un pelo de él y le digo a papá lo que hiciste en Nápoles —susurró, tan cerca que el aliento le empañó la cara a Joaquín —Lo de la prostituta, la que casi muere, ¿te acuerdas? 

Los ojos de Joaquín se agrandaron, la mandíbula se le tensó hasta crujir 

—No tienes pruebas 

Rita rió, un sonido frío que no llegaba a sus ojos, y tomó el teléfono de la mesa donde minutos antes Gonzalo la había doblado como un sobre, deslizando el dedo por la pantalla hasta mostrar un video, borroso pero reconocible, Joaquín con las manos alrededor del cuello de una mujer morena contra un callejón 

—¿Esto cuenta como prueba? 

Gonzalo se ajustó los pantalones en silencio, observando el intercambio con los músculos tensos, listo para saltar si Joaquín hacía un movimiento hacia Rita, pero ella no necesitaba protección, lo demostró cuando empujó a su hermano contra la pared de macetas, una mano en su pecho caro de camisa a medida 

—Escúchame bien —le dijo con la voz baja y dulce como veneno —Gonzalo es mío, esto es mío, y si alguna vez abres la boca o lo miras mal, no solo papá verá este video, también la policía, también mamá, imagínate su cara cuando sepa que su niño perfecto es un violador fracasado 

Joaquín respiró hondo, el odio en sus ojos tan palpable que Gonzalo sintió el instinto de cubrir a Rita, pero ella solo sonrió, una sonrisa que heló la sangre 

—No te preocupes hermanito —acarició su mejilla con fingido cariño —Puedes seguir siendo el príncipe de la familia, siempre y cuando te olvides de lo que viste hoy 

El silencio que siguió pesó toneladas, hasta que Joaquín asintió una vez, brusco, y salió del invernadero pisando fuerte, dejando atrás el olor a sexo y mentiras 

Rita se volvió hacia Gonzalo, su cuerpo aún encendido, los pezones duros rozándose contra el encaje negro de su sostén 

—¿Dónde estábamos? —preguntó, deslizando una mano por su propio vientre hasta meterse dos dedos dentro, sacándolos brillantes para chupárselos lentamente 

Gonzalo no respondió con palabras, la tomó por la cintura y la puso de cara contra la mesa de cultivo, levantándole la falda para revelar que aún estaba empapada, que el peligro solo la había excitado más, la penetró de un golpe seco haciendo que ambos gritaran, esta vez sin miedo a ser escuchados 

 

Después, cuando el sol empezaba a caer y las sombras se alargaban como dedos hambrientos, Rita mordió el hombro de Gonzalo hasta sacarle sangre 

—Ahora llevas mi marca —susurró, lamiendo la herida —Así todo el mundo sabrá que eres mío 

Gonzalo la miró, esa niña rica con ojos de depredadora, y supo que estaba perdido, que no había vuelta atrás, cuando sus labios se encontraron esta vez, fue con un hambre nueva, con la certeza de que esto era solo el principio 

Alguien los había visto, alguien sabía, y en vez de asustarlos, el secreto los prendió más fuerte, como gasolina en un incendio que nadie podría apagar 

Las noches en la residencia Ordóñez ya no eran silenciosas. 

Los criados movían la cabeza cuando pasaban por los pasillos al amanecer, evitando mirarse mientras recogían las sábanas empapadas de Rita, las que olían a sexo y a ella, a ese perfume caro que su madre le regalaba y que ahora se mezclaba con el sudor áspero de Gonzalo. 

—Otra vez soñé con vos —Rita lo despertaba en el cuarto de servicio, deslizando manos frías bajo sus cobijas para encontrar lo que buscaba, esa parte de él que ya le pertenecía—. Soñé que me comías viva. 

Gonzalo no hablaba, solo la volteaba boca abajo, hundiéndole la cara en la almohada mientras le levantaba el camisón de seda, ese que ya no ocultaba la curva nueva de su vientre, apenas un abultamiento suave pero innegable. 

—Te va a oír todo el mundo —gruñó contra su oreja, pero Rita solo se reía, empujando las nalgas contra él, ansiosa. 

—Que oigan —jadeó cuando él entró sin preámbulos, llenándola de un solo golpe—. Que sepan que el jardinero me preña tan bien como cuida sus rosas. 

Los gemidos salían igual que siempre, altos, descontrolados, pero ahora con un eco nuevo, como si el bebé en su vientre los amplificara. Gonzalo la cogía contra el colchón delgado, sintiendo cómo su cuerpo cambiaba, cómo sus pechos crecían más pesados, sus caderas más anchas. 

—Vas a ser padre —Rita gimió cuando él la mordió en el hombro, marcándola otra vez—. Vas a ser mío para siempre. 

 

Geraldine Ordóñez era una mujer que no preguntaba, sabía. 

—¿Qué le hiciste a mi hija? —lo acorraló en el jardín una mañana, las uñas pintadas de rojo clavándose en su antebrazo como garras. 

Gonzalo no negó, no pudo. Rita estaba ahí, a pocos metros, acariciándose la panza bajo el vestido blanco que ya no ocultaba nada, sonriendo como una gata que atrapó un pájaro. 

—Nada que ella no quisiera —respondió, y fue la verdad. 

Geraldine lo miró, luego a su hija, y algo se quebró en su rostro. No era sorpresa, era resignación. 

—Joaquín tenía razón —susurró, pero Rita se acercó, tomando su mano para ponerla sobre su vientre. 

—Sentílo, mamá —la voz de Rita era dulce, pero sus ojos brillaban con algo más duro—. Tu primer nieto. 

El bebé pateó justo entonces, como si supiera, y Geraldine retrocedió como si la hubieran quemado. 

—Tu padre… 

—Papá firmará los papeles que necesitemos —Rita interrumpió, su mano encontrando la de Gonzalo con una seguridad que no admitía discusión—. O le contaré por qué su hijo no puede pisar Italia desde hace dos años. 

Los Tres Hijos 

El primero nació en invierno, un niño con los ojos negros de Rita y las manos grandes de Gonzalo. 

Lo llamaron Martín, como el abuelo que nunca conocería, el que murió borracho en una zanja cuando Gonzalo tenía seis años. Rita lo amamantaba en la terraza, desnuda bajo el sol, riéndose cuando Gonzalo no podía resistirse y la tomaba así, con el niño aún agarrado a su pecho. 

—Otro —le ordenaba después, cuando el pequeño dormía—. Quiero una niña ahora. 

La niña llegó dieciocho meses después, pequeña y chillona como un pajarito. Rosa, por el jardín donde la concibieron. 

Gonzalo los miraba a veces, a sus hijos jugando entre los rosales, y no podía creer que algo tan puro saliera de algo tan prohibido. 

—Uno más —Rita susurró una noche, montándolo frente al espejo de su nuevo dormitorio, la casa de campo que sus padres les "regalaron" para evitar el escándalo—. Quiero que me llenes hasta que no pueda caminar. 

El tercero fue un niño otra vez, robusto y tranquilo como su padre. Lo llamaron Juan, sin apellido Ordóñez, solo Juan. 

Epílogo: El Jardín de los Secretos 

Diez años después, la residencia Ordóñez seguía en pie, pero vacía. 

Gustavo y Geraldine se mudaron a Suiza, lejos del chisme. Joaquín se ahogó en un yate en Ibiza, dicen que fue un accidente, pero las heridas en sus nudillos contaban otra historia. 

Rita y Gonzalo viven en esa casa de campo ahora, con tres niños que corren descalzos entre las flores, que aprenden a podar rosas y a mentir con sonrisas perfectas. 

A veces, cuando anochece, Rita lleva a Gonzalo al invernadero, el mismo donde todo empezó, y se lo coge contra las plantas trepadoras, sus uñas pintadas dejando marcas en su espalda como siempre. 

—¿Valió la pena? —le pregunta entre mordiscos, aunque ya sabe la respuesta. 

Gonzalo no habla, nunca fue bueno con las palabras. Pero cuando la mira, cuando ve sus hijos durmiendo en la casa que construyeron juntos, el silencio dice todo. 

El jardinero y la niña rica. 

El pecado que se convirtió en familia. 

Y las rosas, siempre las rosas, testigos mudos de todo. 


FIN. 

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