Los gemidos de Rita - Parte 3

 


La tarde olía a tierra mojada y a rosales recién cortados cuando Rita lo encontró arrodillado junto a los arbustos de lavanda, las manos manchadas de savia verde y tierra oscura bajo las uñas. Sin decir nada, deslizó un pie descalzo sobre su espalda, empujándolo hacia adelante hasta que sus palmas se clavaron en el pasto. 

—Aquí no —gruñó Gonzalo, pero ya sentía el calor de ella agachándose a su lado, los dedos finos enredándose en su cabello grasoso por el sudor. 

—Cállate —susurró Rita, y le tapó la boca con su propia camisa sucia de jardinería antes de desabrocharle el pantalón con la otra mano. 

El aire fresco le rozó la piel apenas expuesta antes de que la boca caliente de Rita lo envolvió de golpe, sin preámbulos, tragándoselo hasta la garganta con un sonido húmedo que hizo arquearse a Gonzalo. Ella no era delicada; apretaba los dientes lo justo para que él sintiera el peligro, las uñas pintadas de rojo excavando en sus muslos cuando intentó moverse. 

—Te dije que no te muevas —murmuró, separándose solo para escupir en la cabeza hinchada y volver a bajar, más lenta esta vez, saboreando cada centímetro como si fuera helado derretido. 

Gonzalo no pudo evitar mirar: entre sus propias piernas abiertas, el rostro de Rita era una máscara de concentración perversa. Los labios brillantes estirados alrededor de su grosor, las pestañas oscuras bajas, y en cada subida, la punta de su lengua dibujando círculos justo debajo del frenillo, donde sabía que lo volvía loco. 

—Vas a venirte y vas a tragártelo todo —ordenó entre chupadas, y cuando sus dedos se enterraron en su escroto, ásperos y exigentes, Gonzalo no tuvo opción. 

El gemido lo delató antes que el cuerpo, pero Rita no se apartó. Lo sintió palpitar en su lengua, los ojos llorosos pero victoriosos mientras tragaba con un ruido obsceno. 

Se limpió la boca con el dorso de la mano y se levantó, ajustándose el vestido floreado que ni siquiera se había quitado. 

—Vuelve a trabajar —dijo, y se alejó balanceando las caderas, dejándolo ahí, con las rodillas hundidas en la tierra y el pantalón aún abierto. 

El sol se ocultó tras una nube, pero el fuego en su entrepierna tardaría horas en apagarse. 


El sol se había escondido detrás de los altos cipreses cuando Gonzalo encontró a Rita en el invernadero, ese lugar de cristales empañados y plantas que susurraban al crecer. Ella estaba arrodillada entre las orquídeas violetas, los dedos manchados de tierra, la falda subida hasta los muslos sin importarle que alguien pudiera ver. 

—Te olvidas de cerrar la puerta —dijo él, pero ya estaba echando el cerrojo con un golpe seco, las manos temblando no de miedo sino de hambre. 

—A ti te gusta el peligro —Rita se levantó despacio, deslizando las palmas por sus propias piernas para limpiarse el polvo, dejando huellas oscuras sobre la piel blanca—. Lo sé porque te pones más duro cuando oyes pasos cerca. 

Gonzalo no respondió, solo la empujó contra la mesa de cultivo, haciendo caer macetas pequeñas que se rompieron en el suelo con un sonido de cristal y tierra suelta. Le mordió el cuello mientras le arrancaba la blusa, los botones saltando como semillas al viento. 

—Así no —lo detuvo ella, girándose para quedar frente a él—. Hoy quiero ver tu cara cuando te lo como. 

Se arrodilló sobre los trozos de cerámica sin quejarse, como si el dolor le diera gusto, y desabrochó su cinturón con los dientes, la mirada fija en la protuberancia que latía bajo la tela. Cuando por fin lo liberó, su verga golpeó el aire con un sonido húmedo, ya goteando. 

—Mírame —ordenó Rita, y comenzó a lamerlo desde la base, lenta, como si estuviera probando un helado de vainilla—. Quiero que recuerdes esto cuando estés solo en tu cama, tocándote y pensando en mí. 

Gonzalo apretó los puños, sintiendo cómo la lengua de ella dibujaba venas, cómo los labios se cerraban alrededor de la cabeza para succionar fuerte, haciendo que le ardiera todo el cuerpo. 

—Más —gruñó, pero Rita se detuvo, escupiendo en la punta y frotando el líquido con el pulgar en círculos lentos. 

—Dime qué más quieres. 

—Que te montes. 

Ella sonrió, esa sonrisa de niña mala que lo volvía loco, y se subió a la mesa, abriendo las piernas para mostrarle lo mojada que ya estaba, el vello recortado en forma de corazón que hacía que se le secara la boca. 

—Ven —lo llamó con un dedo, y cuando él estuvo cerca, le agarró la verga para guiársela dentro, sin preámbulos, hundiéndosela hasta el fondo con un gemido que retumbó en los vidrios del techo. 

Gonzalo la agarró de las caderas, sintiendo cómo se ajustaba alrededor de él, cómo los músculos internos lo apretaban como si no quisieran dejarlo ir. Comenzó a moverse, primero despacio, luego más rápido, cada embestida haciendo que Rita se arqueara, que se aferrara a sus hombros con uñas que dejaban media luna rojas. 

—Así… así… —jadeaba ella, y entonces cambió el ángulo, levantando las piernas para que él llegara más hondo, hasta ese punto que la hacía ver estrellas. 

El sonido de sus pieles chocando se mezclaba con el crujir de las plantas, con el suspiro del viento entre los cristales. Rita gimió más alto cuando una mano de Gonzalo encontró su clítoris, frotándolo en círculos precisos mientras la otra le apretaba un pecho, los dedos jugando con el pezón duro. 

—Voy a… —empezó a decir él, pero Rita le tapó la boca con su propia mano. 

—Dentro —ordenó—. Quiero sentirlo todo. 

Y cuando llegó, fue como una ola rompiendo, Rita primero, con un temblor que parecía no terminar, y luego Gonzalo, vaciándose en ella con un gruñido que salió desde el vientre. 

Quedaron ahí, jadeando, pegados por el sudor y otras cosas, hasta que los pasos de Lupe en el jardín los separaron de golpe. 

—Nos van a pillar —susurró Rita, pero se reía mientras se ajustaba la ropa, los labios hinchados, el pelo lleno de hojas secas. 

Gonzalo solo pudo mirarla, sabiendo que ya no había vuelta atrás, que esta adicción los consumiría a los dos. 

El Juego de las Sombras 

La casa principal estaba en silencio cuando Rita lo arrastró al baño de invitados, ese lugar de mármol frío y toallas perfumadas que nadie usaba. 

—Aquí —lo empujó contra la pared, las manos ya en su cinturón—. Antes de que vuelvan. 

Gonzalo la detuvo, volteándola para que quedara frente al espejo, su espalda contra su pecho. 

—Hoy quiero que te veas —le mordió la oreja, y con una mano le abrió el vestido por delante, dejando al descubierto sus pechos pequeños y firmes, los pezones rosados ya erectos—. Mira lo puta que estás por mí. 

Rita gimió cuando su mano bajó a su entrepierna, encontrando la humedad a través de la tela. 

—Más —exigió, y él obedeció, metiendo dos dedos de golpe mientras con la otra mano le apretaba el cuello, no mucho, solo lo suficiente para que sintiera quién mandaba. 

Ella se retorció, su reflejo en el espejo mostrando una Rita que no reconocía: labios entreabiertos, ojos vidriosos, la piel marcada por dientes y uñas. 

—¿Te gusta? —Gonzalo le hablaba al oído, viendo cómo sus dedos desaparecían dentro de ella—. ¿Te gusta que te usen como a una cualquiera? 

—Sí… —fue lo único que Rita pudo decir antes de venirse, las piernas temblando, el jugo corriendo por los muslos hasta manchar la alfombra persa. 

Gonzalo la sostuvo mientras se recuperaba, besando su hombro, saboreando la sal de su piel. 

—Esto no puede seguir —murmuró, pero ambos sabían que mentía. 

 La Última Vez 

La lluvia caía fuerte cuando se encontraron en el granero, ese lugar de sombras y recuerdos olvidados. Rita estaba sentada sobre una pila de sacos vacíos, las piernas abiertas, los dedos jugando con ella misma. 

—Dame tu boca —le ordenó a Gonzalo, y él obedeció, arrodillándose en el piso de madera áspera para enterrar la cara entre sus muslos. 

La sabía ya, cada pliegue, cada punto sensible. Su lengua encontró el clítoris hinchado y lo atacó sin piedad, haciendo que Rita se retorciera, que le jalara el pelo y gritara palabrotas que nunca diría en la mesa familiar. 

—Ahí… ahí… no pares… —suplicaba, y cuando llegó al orgasmo, fue con un gemido tan agudo que los pájaros salieron volando del techo. 

Gonzalo se levantó, limpiándose la boca con el dorso de la mano, y se metió dentro de ella sin previo aviso, el cuerpo de Rita recibiéndolo como si estuviera hecho para él. 

Esta vez fue lento, cada movimiento calculado para prolongar el placer, para hacer que los dos sintieran hasta el último segundo. Rita lo abrazó, clavando las uñas en su espalda, susurrándole cosas que no debían decirse. 

Cuando terminaron, quedaron abrazados en la paja, el sonido de la lluvia tapando sus jadeos. 

—Esto se acabó —dijo Rita, pero ni siquiera ella sonaba convencida. 

Gonzalo asintió, sabiendo que era mentira, que volverían a caer, una y otra vez, hasta que alguien los descubriera. 

O hasta que el deseo los consumiera por completo. 


Continuara...

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