La bodega, envuelta en esa penumbra dorada por la única bombilla colgante, se convirtió en el escenario perfecto para lo que estaba por ocurrir. Rita no se apartó cuando Gonzalo la empujó contra la mesa. Al contrario, sus pupilas se dilataron, devorando cada línea del rostro curtido del jardinero.
Rita no era simplemente bella; era una obra de arte viviente. Sus piernas, largas y esculpidas por años de voleibol, tenían una suavidad que invitaba a ser acariciada. Cada músculo se tensaba bajo su piel de porcelana, tan pálida que las venas azules se transparentaban en sus muslos internos.
Su trasero, firme y redondo, era su orgullo. Los shorts ajustados que solía usar apenas lograban contenerlo, y ahora, bajo la sudadera holgada, se adivinaba su forma perfecta: dos mitades generosas que temblaban levemente con cada respiración agitada.
Pero lo que más enloquecía a Gonzalo era su cintura estrecha, que se ensanchaba en esas caderas juveniles, y más arriba, sus pechos pequeños pero firmes, con pezones rosados que ya se endurecían bajo la tela, visibles por el escote holgado de la sudadera.
Y luego estaba su boca. Labios carnosos, siempre ligeramente entreabiertos, como si estuvieran en perpetua espera de algo… o de alguien.
Rita no era una virgen, pero tampoco una experta. Había tenido un novio en la prepa, un muchacho de su misma edad cuyos torpes intentos nunca la habían satisfecho. Pero Gonzalo… Gonzalo era distinto.
Desde que empezó a trabajar allí, algo en él la atrajo. Quizá era su fuerza callada, esas manos ásperas que cuidaban las flores con delicadeza. O tal vez la forma en que la miraba cuando creía que ella no lo notaba: con un hambre animal, reprimido pero palpable.
Ella se había masturbado pensando en él más de una vez. En su habitación, con la puerta cerrada, imaginaba esas manos ásperas recorriendo su cuerpo, esos labios gruesos mordisqueando su cuello. Y ahora, aquí estaban, a punto de hacer realidad cada una de sus fantasías.
Gonzalo no preguntó. No había necesidad. Con un movimiento brusco pero seguro, deslizó sus manos bajo la sudadera de Rita, encontrando la piel caliente de su vientre. Ella arqueó la espalda, un gemido escapando de sus labios.
—Siempre supiste que esto pasaría —murmuró él, mientras sus dedos subían, despacio, hacia sus pechos—. Me mirabas… como si quisieras que te tocara.
—Sí… —admitió ella, sin vergüenza, mordiendo su labio inferior—. Pero no solo eso.
—¿Qué más, entonces? —Gruñó al encontrar sus pezones erectos, rodándolos entre sus dedos.
—Quiero… que me hagas sentir como nadie lo ha hecho.
Esa frase fue suficiente. Gonzalo la giró, presionando su cuerpo contra la mesa. Con un tirón, bajó sus shorts y la ropa interior, revelando ese trasero perfecto, blanco como la leche, con un pequeño lunar cerca del comienzo de su raya.
—Dios… —maldijo, admirado.
Sus manos no pudieron resistirse. Apretó esas nalgas con fuerza, haciendo que Rita gimiera. Luego, sin previo aviso, hundió su rostro entre ellas, lamiendo su sexo desde atrás.
—¡Gonzalo! —gritó ella, sorprendida por la audacia.
Pero él no se detuvo. Su lengua encontró su clítoris hinchado, jugando con él en círculos rápidos. Rita jadeó, sus manos aferrándose al borde de la mesa.
—Así… —susurró—. Así es como me gusta imaginarte… comiéndome.
Gonzalo no pudo esperar más. Se levantó, desabrochando su pantalón con manos temblorosas. Su verga, gruesa y ya goteando, saltó libre.
Rita lo miró por encima del hombro, mordiendo su labio.
—Es más grande de lo que pensé —murmuró, pero había admiración en su voz, no miedo.
—Te va a doler —advirtió él, aunque sabía que ella lo deseaba.
—No me importa.
Con un empuje lento pero firme, Gonzalo entró en ella. Rita gritó, sus uñas clavándose en la madera de la mesa.
—¡Mierda…! —jadeó—. Estás… enorme.
Él no respondió. El calor de su interior era abrumador, como un guante de seda ajustándose a cada centímetro de su miembro. Comenzó a moverse, despacio al principio, luego con más fuerza.
Rita, lejos de retroceder, empujó su cadera contra él, buscando más.
—Más duro —ordenó, con una voz que no admitía discusión—. Quiero sentirlo todo.
Gonzalo obedeció. Cada embestida era una afirmación de su deseo, una reivindicación de todo lo reprimido. Rita gemía sin control, sus palabras entrecortadas.
—Sí… ahí… ¡Justo ahí!
El aire en la bodega se había vuelto espeso, cargado con el olor a humedad, metal y el perfume dulce del sudor de Rita. Gonzalo la tenía prendida contra la mesa, sus caderas chocando contra las nalgas blancas de la joven con un ritmo cada vez más desesperado.
Rita ya no podía formar palabras coherentes. Entre jadeos y gemidos, solo alcanzaba a articular frases entrecortadas:
—"Ahí... ahí... no pares... por favor..."
Sus manos, antes aferradas al borde de la mesa, ahora buscaban las de Gonzalo, entrelazando sus dedos con los del jardinero como si temiera que este intentara separarse de ella. El contraste entre sus pieles era notable: las palmas callosas y ásperas de él, contra la suavidad casi infantil de sus manos pequeñas y delicadas.
Gonzalo, por su parte, sentía que perdía el control. El calor de Rita lo envolvía, lo consumía. Cada vez que se hundía por completo en ella, podía sentir cómo sus músculos internos se apretaban alrededor de su miembro, como si no quisieran dejarlo ir.
—"Estás tan... apretada..." —gruñó al oído de la joven, notando con satisfacción cómo ese comentario hacía que su cuerpo respondiera con un nuevo espasmo de placer.
Pero Rita, aunque sumisa en el acto, no era una participante pasiva. En un movimiento inesperado, se liberó de su agarre y se dio vuelta para enfrentarlo. Ahora era ella quien lo empujaba contra los anaqueles, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de inocencia y lujuria que lo dejó sin aliento.
—"Quiero ver tu cara cuando te corras dentro de mí" —susurró, guiándolo de nuevo hacia su interior.
Esta nueva posición permitió a Gonzalo apreciar en toda su plenitud el cuerpo de Rita: sus pechos pequeños pero perfectos, con pezones rosados y erectos; el suave vientre que se tensaba con cada movimiento; ese vello púbico rubio y escaso que apenas cubría su sexo hinchado por la excitación.
El final se acercaba, y ambos lo sabían. Gonzalo podía sentirlo en la forma en que los músculos de Rita comenzaban a contraerse de manera irregular, en cómo sus uñas se clavaban en sus hombros.
—"Voy a... voy a..." —la voz de Rita se quebró cuando la primera ola de placer la golpeó. Su cuerpo se arqueó, la cabeza cayendo hacia atrás mientras un gemido largo y tembloroso escapaba de sus labios.
Eso fue suficiente para Gonzalo. Con un último empuje profundo, se dejó llevar por su propio orgasmo, enterrado hasta el fondo en Rita mientras sentía cómo su semen caliente llenaba el interior de la joven.
Por un momento, todo fue silencio, solo interrumpido por su respiración agitada.
La realidad comenzó a filtrarse de nuevo en sus mentes. Gonzalo fue el primero en reaccionar, separándose suavemente de Rita, quien parecía aturdida por lo que acababa de ocurrir.
—"Debemos volver antes de que alguien nos extrañe" —murmuró él, ajustando su ropa con movimientos rápidos.
Rita asintió, pero en lugar de vestirse de inmediato, se quedó mirando el semen que comenzaba a escurrir por sus muslos. Había algo contemplativo en su mirada, casi como si estuviera grabando cada detalle en su memoria.
—"Esto no puede quedarse así" —dijo finalmente, limpiándose con su propia ropa interior antes de vestirse.
Gonzalo no supo cómo interpretar esas palabras. ¿Se refería al desorden? ¿O a lo que acababa de pasar entre ellos?
Antes de que pudiera preguntar, Rita se acercó y le dio un beso rápido pero intenso en los labios.
—"Esto no es el final" —susurró contra su boca—. "Es solo el principio."
Y con eso, salió de la bodega, dejando a Gonzalo solo con sus pensamientos y el aroma de su pasión todavía flotando en el aire.
Continuara...

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