Gonzalo había tenido lo que se puede llamar una vida desafortunada. A sus casi cincuenta años, había pasado por años de alcoholismo, un divorcio amargo y la mala fortuna de perder un empleo después de casi dos décadas de servicio. Ahora, en esta etapa de su vida, se veía obligado a trabajar en "cualquier cosa".
Fue así como aceptó un empleo en la jardinería de una gran residencia, propiedad de la familia Ordóñez, el polo opuesto a su situación. Mientras Gonzalo vivía solo, en una austera vivienda de apenas dos habitaciones a las orillas de la ciudad, los Ordóñez gozaban de prestigio, dinero y la educación de las mejores instituciones. Pero la vida es curiosa: en sus vueltas y vértices, a veces da a los desdichados las herramientas necesarias para gozar de un éxtasis que muchos afortunados jamás podrían imaginar.
Gonzalo, perdido en el anonimato de no ser alguien, poco o nada tenía que perder. Y, por lo mismo, estaba dispuesto a arriesgarlo todo, incluso su libertad.
El trabajo en la jardinería, aunque humilde, le daba algo más que dinero: le ofrecía una libertad que un empleo de oficina jamás le había brindado. Sin la presión constante de un jefe respirándole en la nuca, comenzó a sentir gusto por su nuevo oficio. Con el tiempo, ganó la confianza de sus patrones y del resto del servicio: la cocinera Lupita, una mujer de unos cincuenta y siete años, provinciana y de carácter sencillo, y el chofer Omar, ambos con muchos años de servicio en la casa.
La familia Ordóñez estaba conformada por cinco integrantes: el matrimonio, Gustavo y Geraldine, como cabezas, y sus tres hijos: Joaquín, Rita y Rosalba. Joaquín, el mayor, estudiaba arte en Italia y solo visitaba a la familia durante sus vacaciones de verano e invierno. Rita… no es momento de hablar de Rita por ahora. Y la más pequeña, Rosalba, apenas en la pubertad, solo se preocupaba por jugar y estudiar, siempre distraída e inseparable de su madre.
Dos años transcurrieron. Gonzalo, ahora más confiado y seguro en su oficio, ganó tal confianza que sus actividades se diversificaron. Antes pasaba todo el día en los jardines y la bodega, pero ahora incluso cubría las labores del chofer Omar cuando este se ausentaba. Podía moverse por toda la casa, siempre y cuando cumpliera puntualmente con sus tareas.
El único que lo conflictuaba era Joaquín, arrogante y despectivo, que pisoteaba su dignidad con un tono de voz abusivo cada vez que requería algo. Pero Gonzalo, siempre cauteloso, se mantenía al margen, limitándose a obedecer sin protestar.
Sin embargo, no podemos negar que en cada persona, por más bondadosa, responsable u honesta que sea, siempre existe algo sombrío y pecaminoso, algo complejo y, por decirlo de alguna manera, lúgubre.
En sus momentos de soledad, fuera en la bodega, lavando su ropa en el cuarto de servicio o incluso manejando hacia el centro comercial acompañando a la señora Geraldine, Gonzalo no podía evitar imaginarse clavando su rígido miembro en la húmeda entrepierna de la señora después de hacer las compras, o en el estrecho coño de la señorita Rita mientras esta se bañaba. Pero eso era imposible. Eran solo fantasías de un pobre diablo que se limitaba a responder con un presuroso "claro que sí" o "enseguida".
Estas fantasías, desde un principio, comenzaron a socavar su tranquilidad. Sin siquiera percatarse, los años de servicio condicionado, bajo el yugo de una familia de mayor peso y categoría que él, le causaron una frustración, coraje y rencor hacia sí mismo que crecían día a día. Se consideraba hábil e ingenioso, capaz de realizar las mismas labores que el propio señor Gustavo Ordóñez ejecutaba. Resonaban en su cabeza las palabras de su madre: "Estudia, hijo, quiero que seas alguien en la vida". Ahora solo recibía órdenes y obedecía, obedecía y obedecía.
Pero al mismo tiempo, aceptaba su condición al recordar sus años de juventud desperdiciados en el alcohol, maravillándose con absurdas fantasías y deseos vanales. No podía quejarse de su situación, y eso era lo que más le ofendía.
Así pasaban los días para Gonzalo, entre reflexiones que siempre lo llevaban a la misma conclusión.
Hasta que una mañana inusual lo cambió todo.
Era una de esas mañanas húmedas en las que cae una llovizna inesperada y continua. Gonzalo llegó al gran portón de madera de la residencia Ordóñez empapado, pues había olvidado su paraguas. El recorrido desde el transporte público hasta allí era de al menos dos manzanas, y las zonas residenciales, sumergidas entre empedradas callejuelas, no ofrecían refugio.
Se sorprendió cuando, después de llamar por el comunicador, fue la señorita Rita quien salió a su encuentro.
A sus diecinueve años, Rita poseía toda la elegancia y sutileza de su madre, pero con una frescura juvenil que la hacía irresistible. Tenía un hermoso trasero blanco, firme y redondo, resultado de años en la selección de voleibol de la secundaria y ahora la preparatoria. Sus piernas eran suculentas, bien torneadas, y cuando usaba faldas que dejaban al descubierto sus muslos o rodillas, se podía adivinar la tersura de su piel, suave como seda.
Esa mañana, Rita llevaba unos shorts ajustados y una blusa holgada que se pegaba a su cuerpo por la lluvia. Su sonrisa gentil y sus ojos brillantes hicieron que Gonzalo sintiera un vacío en el bajo vientre, una contracción en el escroto que no pudo disimular.
—Buenos días, Gonzalo —dijo ella, abriendo el portón—. Está horrible el clima, ¿verdad?
Gonzalo no pudo articular palabra. Solo asintió, sintiendo cómo su verga se endurecía bajo el pantalón mojado.
La sonrisa de Rita lo dejó paralizado. Nunca antes había notado cuán perfectos eran sus labios, rosados y ligeramente húmedos por la llovizna. Su cabello negro, lacio y sedoso, caía sobre sus hombros, y unas gotas de agua resbalaban por su cuello hasta perderse bajo la blusa.
—Pasa, Gonzalo —dijo ella, apartándose para dejarlo entrar—. Lupe está preparando café.
Gonzalo asintió, tratando de controlar la erección que amenazaba con delatarlo. Cruzó el umbral, sintiendo el calor del interior de la casa contrastar con el frío de la lluvia. El aroma a café recién hecho y tortillas calientes lo envolvió, pero su mente no podía apartarse de la imagen de Rita caminando frente a él, sus caderas balanceándose con naturalidad, el tejido de sus shorts ajustándose a cada movimiento.
En la cocina, Lupe los recibió con una sonrisa amplia.
—¡Ay, Gonzalo, pareces perro mojado! —bromeó, sirviéndole una taza humeante—. Toma, calienta esos huesos viejos.
—Gracias, Lupe —murmuró él, evitando mirar a Rita, quien se había sentado en la mesa con las piernas cruzadas, revelando unos muslos tan suaves que parecían esculpidos en mármol.
El desayuno transcurrió entre conversaciones triviales. Rita, a diferencia de otros días, parecía más cercana, preguntándole a Gonzalo sobre su trabajo, sus gustos. Cada palabra suya era una caricia indirecta, un juego peligroso que aceleraba su pulso.
—Oye, Gonzalo —dijo Rita de pronto, lamiendo una gota de miel de su dedo—, ¿nunca te aburres de solo podar el jardín?
—A veces —admitió él, clavando la mirada en sus labios—. Pero es un trabajo tranquilo.
—Deberías enseñarme —propuso ella, inclinándose levemente hacia adelante—. A mí me gustan las plantas.
Lupe soltó una carcajada.
—¡Tú lo que quieres es ensuciarte las manos sin que tu mamá te regañe!
Rita se rió, pero sus ojos no se apartaron de Gonzalo. Había un brillo en ellos, una invitación velada que él no sabía si interpretar correctamente.
La lluvia no cesaba, y Gonzalo se encontró a solas en la bodega, reorganizando herramientas. El sonido del agua golpeando el techo de lámina era un ritmo constante, hipnótico.
De pronto, la puerta se abrió.
—¿Se puede? —Rita asomó la cabeza, sonriendo.
—Claro —respondió Gonzalo, limpiándose las manos en el pantalón.
Ella entró, cerrando la puerta tras de sí. La bodega, iluminada solo por una bombilla amarillenta, parecía más pequeña con su presencia. Llevaba ahora una sudadera holgada, pero debajo, Gonzalo juró que no había nada más.
—Quería ver tus figuras —dijo ella, señalando los pequeños adornos de aluminio que él había moldeado en sus ratos libres.
—No son gran cosa —murmuró, pero Rita ya estaba tocándolos, sus dedos delgados deslizándose sobre las superficies pulidas.
—Son hermosas —susurró.
El silencio se hizo denso. Gonzalo podía escuchar su propia respiración, el latido de su corazón. Rita se acercó más, hasta que el calor de su cuerpo era casi tangible.
—Gonzalo… —dijo su nombre como un secreto.
Y entonces, sin previo aviso, su mano rozó la entrepierna de su pantalón, donde la erección era evidente.
—¿Siempre te pones así cuando estoy cerca? —preguntó, con una voz que ya no era de niña, sino de mujer.
Él no pudo responder. Su cuerpo reaccionó antes que su mente, empujándola contra la mesa de trabajo, sus labios encontrando los de ella con una urgencia animal.
Rita no se resistió. Al contrario, gemió contra su boca, sus uñas clavándose en sus hombros.
Continuara...

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